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Ser feliz, ¿no es útil en el amor?

CONVERSACIÓN 1

  • Me encanta enamorarme, vivir enamorada, pero no entiendo que a nadie le pase conmigo, que nadie se enamore de mí.
  • No parece que lo necesites.
  • No lo necesito, pero me sorprende que nadie se enamore de mí alguna vez, un rato.
  • Eso es porque se te ve bien, a tu rollo, feliz… Mírame a mí, estoy roto, todo el día quejándome y se enamoran. Quieren arreglarme. En ti no hay nada que arreglar.

CONVERSACIÓN 2

  • Soy toda amor.
  • No, eres lo contrario al amor.
  • ¿Por qué? Soy cariñosa, digo cosas bonitas, cuido, abrazo…
  • No sé, igual no lo contrario, pero eres feliz.
feliz amor

¿Es posible ser feliz y ser amada? Vía Pixabay

Ser feliz o enamorar: elige

Parece que el hecho de ser feliz por mí misma es un obstáculo a la hora de conectar a niveles más profundos con las personas. Yo no lo vivo así, yo me siento más cómoda, más amorosa, más abierta, más vulnerable y más, sí, feliz, desde que estoy bien conmigo misma, desde que no necesito tanto amor externo. Pero parece que eso no es atractivo a la hora de tener una relación más allá de la amistad con otra persona. No engancha, la felicidad ajena no nos engancha. Nos hace sentirnos inútiles, supongo.

Nos han enseñado que el amor viene a salvarnos, que si no tenemos amor, tenemos un vacío. Clic para tuitear

Creo que nos han enseñado que el amor viene a salvarnos, que si no tenemos amor, tenemos un vacío. Y, en consecuencia, nos sentimos amadas si logramos llenar ese vacío. Es difícil ser útil, necesaria e imprescindible para una persona que se siente completa, a la que le gusta su vida, que se siente querida sin necesidad de pareja. Podemos aspirar a muchas cosas más: a compartir momentos, a intercambiar opiniones, a tener relaciones sexuales, a verle crecer por sí misma, a ayudarle a ser más libre… Pero no nos han enseñado a hacer eso en las relaciones que calificamos de amorosas. Nos han enseñado a proteger, a limitar, a imponer nuestros deseos, a pedir que colmen nuestras necesidades… Y si alguien no nos pide ese tipo de amor, creemos que no nos ama. Si alguien es feliz, ¿cómo va a querer amor? Como si el amor no fuera precisamente eso: sonreír, estar alegre, compartir buenos (y malos) momentos, hacer las cosas más fáciles, desear lo mejor.

¿Dar y recibir o amar?

Ocurre también que no tengo una pareja estable (ni inestable, en realidad) pero quiero a las personas con las que paso mi tiempo y me gusta decírselo. Eso también las asusta. Intento no decirlo, pero a veces se me escapa. Y entonces me miran y preguntan: “¿Qué quieres?”. Nada. No quiero nada. O sí, verte sonreír, que te vaya todo bien, que vivas la vida que te dé la gana. Pero para mí no quiero nada, solo poder decirte que te deseo lo mejor, a mi lado o no. Cuesta entender. O cuesta cambiar la manera de pensar. Nos hemos acostumbrado a que si nos dan, luego nos pidan. A que si damos, tenemos que recibir. Porque nos falta algo y, como tampoco sabemos pedirlo o dárnoslo a nosotras, pensamos que si nos sacrificamos por alguien, esa persona se sacrificará por nosotras. Y no. Nadie nos pide (o no debería hacerlo) nada. Por eso creo que nos asusta quien no nos pide; si no le damos, ¿cómo vamos a poder pedirle? No se trata de hacer eficaz, justo y equitativo nada. Hay que hacerlo sano y libre. Cualquier relación. Hace falta amar más y querer menos.

El día de la madre son todos

Hoy me gustaría dedicar este post a todas las madres, especialmente a la mía. En mi experiencia personal no me he dado cuenta del trabajo no pagado y no valorado que realizan las madres a diario, hasta que me he independizado. Un trabajo restado de su tiempo de ocio, en parte por la horrorosa cuasi-inexistencia de la conciliación laboral y personal, pero en eso no me voy a meter que da para dos o tres artículos más y muchas barbaridades que no debo decir.

Tradicionalmente, las mujeres siempre nos hemos dedicado a los trabajos de cuidados, no por razones biológicas —no os dejéis engañar—, sino por simple supervivencia de los bebés, ya que dependen de un adulto durante un largo periodo de tiempo en comparación con el resto de los mamíferos. Y qué mejor que las mujeres para tal tarea, ¿verdad?

El amor es lo más importante y requiere entrega total

Ese es uno de los axiomas del amor romántico del que hoy quiero hablaros. La referencia que tiene una misma de la propia existencia personal se elimina para convertirse en algo completamente dependiente de la pareja: no eres nadie sin tu media naranja. Si después de creerte todo eso encima tienes hijos, ya es el summum de la desintegración personal, y es que ya no eres ni media naranja, eres un gajo como mucho.

El amor romántico es la herramienta omnipotente y omnipresente para someter a las mujeres 

Efectivamente como dijo el machirulo Nietzsche, Dios ha muerto, pero en su lugar siempre ha estado el patriarcado. Lo que me pregunto ahora es: en las “sociedades formalmente igualitarias”, como dice la grandísima Ana de Miguel, ¿por qué el amor romántico invita a las mujeres, de manera sutil —o no tanto—, a dejarlo todo por amor? Lo curioso es que no lo dejamos todo realmente, solo dejamos lo que nos gusta hacer, nuestra profesión, nuestros amigos… y, por el camino, a nosotras mismas.

Hablo de mis padres porque es lo que conozco, y porque esto lo escribo como hija de una madre que tuvo que dejar sus sueños para trabajar al lado de su marido y cuidar de sus hijos. Ambos son hijos sanos del patriarcado, mi madre está alienada y mi padre es el prototipo de machirulo (menos mal que sé que no lo va a leer). Tras años de rebelión y de concienciación, el camino feminista me ha llevado a un estado de autoconciencia de la lucha contra el patriarcado que personalmente me hace sentir muy orgullosa. Sin embargo, me ha tocado irme de casa para darme cuenta de las muchas horas que ha dado mi madre por mí quitándoselas a ella misma.

Efectivamente, lo dejó todo.

via: https://morguefile.com/search/morguefile/17/mother%20bike/pop

Madre e hija via: https://morguefile.com/search/morguefile/17/mother%20bike/pop

Su negocio, su casa, sus amigos… Porque claro, después de 25 años casados es inconcebible que tengan amigos propios; de hecho si mi padre se entera de que algún amigo común habla con ella por WhatsApp se monta la de Dios es Cristo. Lo curioso es que la alienación de mi propia madre dentro de su burbuja de amor romántico consigue que lo vea como un gesto excepcionalmente bonito y, finalmente, que ella acabe haciendo lo mismo con él. Comen juntos, beben juntos, duermen juntos y no cagan juntos porque solo hay un váter, pero no os preocupéis que lo hacen con la puerta abierta.

Mi madre tuvo que ir sola a las ecografías, sola al paritorio y estuvo sola en su recuperación, que realmente duró tres días porque al cuarto tuvo que ir a casa a poner lavadoras y a trabajar. Porque otro tema, además, son las mujeres autónomas, que también da para decir muchas barbaridades. Eso es simplemente un ejemplo de todas las tareas que realiza diariamente, que ella jura que le gustan, pero que le ha tocado hacer sin intervención alguna de sus propios deseos. Al fin y al cabo, te casas y tienes que cuidar de tu familia y tu casa, porque si no vaya mierda de mujer eres, que no vales ni para limpiar.

El contrato que se firma con el matrimonio para hacer perdurar las relaciones de amor romántico no es más que una herramienta para controlar el tiempo de la mujer, un tiempo que podríamos dedicar a derribar un sistema social que nos oprime con creencias falsas como que lo tienes que hacer todo por tu pareja y, si no, eres un fracaso; ideas como que tienes que cuidar de tus hijos, educarles, ayudarles a hacer los deberes y hasta hacerles la cama. Una vez te casas, dejas de ser mujer para ser madre y esposa.

Estatua de madre e hija via https://morguefile.com/search/morguefile/17/mother%20statue/pop

La cama la tienen hecha los hombres por nosotras, mujeres trabajadoras que día a día hacemos por mejorar la vida de los demás sin importar la nuestra. Madres, esto va para vosotras, gracias. Gracias por querernos y cuidarnos, gracias por luchar con todo el peso del patriarcado que lleváis a las espaldas.

Vosotras nos estáis inspirando y nosotras nos estamos liberando

* También va por ti space mom; siempre estarás en nuestros corazones, Carrie.

Alejandro Sanz no canta al amor sano

Hace años (muchos años) cantaba yo en las fiestas del pueblo de al lado eso de Quién me va curar el corazón partío.

¿Para qué me curaste cuando estaba herío / si hoy me dejas de nuevo el corazón partío?
¿Quién me tapara esta noche si hace frío? ¿Quién me va a curar el corazón partío?

A la canción no le falta nada: Mujer, cuídame, que es tu trabajo. Mujer, sé mi media naranja, perpetuemos juntos el mito. Y es que Alejandro Sanz no encarna, precisamente, el ideal de relación sana. Podría seguir con ejemplos, pero mejor poneos un disco suyo y valorad.

A mí me encantaba la música de Alejandro Sanz. Después descubrí el feminismo. Y digo Alejandro Sanz como puedo poner miles de ejemplos más de la música pop, porque sí, porque la música pop está llena de letras podridas. Nos gusta quejarnos del reguetón porque somos blancas, occidentales, de clase media. Nos gusta quejarnos del reguetón porque somos racistas y clasistas. Y sí, el reguetón está plagado de letras horribles, pero el pop refleja y reproduce también modelos de relación dañinos y parece que eso se nos olvida. Las letras del pop nos hacen pensar que sufrir por amor está bien, que controlar por amor es signo de que la otra persona nos importa, que los celos son la máxima expresión del romance. Y puede parecer amor, pero no lo es.

Hablo de Alejandro Sanz porque hace unos días salía la noticia de que había interrumpido uno de sus conciertos para echar a un hombre que estaba agrediendo a una mujer. ¡¡Paren las rotativas!! Por supuesto, cualquier persona debería intervenir ante una situación así. Más aún si eres hombre, estás dando un concierto y tienes a 10 personas de seguridad a tu lado. Lo que realmente habría sido noticia es:

Alejandro Sanz presencia una agresión machista en uno de sus conciertos y no hace absolutamente nada. 

Lo otro es, simple y llanamente, no ser cómplice.

El cantante, al volver al micrófono, parece ser que dijo: Bueno, les pido disculpas por el episodio de antes, porque yo no concibo que nadie toque a nadie, me da igual, y menos a una mujer. ¿Por qué dice Alejandro «menos a una mujer»? Porque cree que, a las mujeres, los hombres tienen que cuidarnos y protegernos. Y eso también es machismo. Igual que son machistas las letras de sus canciones. Está muy bien que los hombres ayuden a las mujeres cuando las están agrediendo pero, por favor, no lo convirtamos en una heroicidad. Y menos cuando esa misma persona dice en sus letras cosas que están en la base de la violencia:

¿A que no me dejas?
¿A que hago que recuerdes y que aprendas a olvidar?
¿A que hago que se caigan las murallas de tu pena?
¿A que te beso y te entregas, sin ni siquiera te des cuenta ?

¿Sólo a mí me suena esto a violencia de género?

Violencia de género

Violencia de género vía Amnistía Internacional

Los celos, el control, las amenazas, forzar a alguien a hacer algo… todo eso es también violencia. No solo pegar a alguien. Son violencias que tenemos más interiorizadas, asociadas a cosas como el amor, lo cual hace que seamos menos capaces de identificarlas como algo negativo. Las letras de Alejandro Sanz llegan a millones de personas de todo el mundo. Por eso tiene la posibilidad, y la responsabilidad, de transmitir modelos saludables de amor.

 

En qué se parecen los machistas y las ONGs

– Perdona, ¿tienes un minuto?
– No, lo siento.
– ¡Qué desagradable eres!

Si al leer esto has pensado inmediatamente en alguien captando socios para una causa solidaria, enhorabuena, eres o pareces un hombre.  Si eres o pareces mujer, no sabrás si esta conversación se refiere a la situación anterior, a un día que corrías para coger el autobús y un tipo que iba a coger el siguiente te bloqueó en la parada, a ese señor raro que te esperaba en la puerta del colegio cuando tenías nueve años o a cualquiera de las otras miles, millones de variantes que tiene el acoso callejero. Y es que, de una forma curiosa y espeluznante, ambas prácticas (conseguir fondos para las ONGs y exigir atención a las mujeres simplemente porque sí, porque tú lo vales) se están entrecruzando a unos niveles que empiezan a ser prácticamente indistinguibles.

Imagen via Upcycled Patches

Imagen via Upcycled Patches

Empecemos por la parte marketiniana: «¿Tienes un minuto?» es una técnica de venta más vieja que andar hacia delante (o casi), llamada «El pie en la puerta». Esta se basa en algo que nos va a parecer súper evidente, pero que, en serio, no lo es desde el lado del receptor: cuando consigues algo de tu interlocutor es mucho más fácil conseguir algo más. El minuto se transforma en tu atención durante cinco, y esta en una donación puntual, que luego te agradecerán con una carta en la que te invitan a suscribirte permanentemente, y a continuación a aportar algo más de forma extraordinaria porque hay una necesidad puntual urgente que atender, y al cabo del año a subir tu cuota. Todas las ONGs que conozco (y, a pesar de muchas de las cosas que voy a escribir aquí, soy socia de tres y lo he sido de otras cinco más a lo largo de mi vida) funcionan exactamente igual. ¿Por qué? Porque funciona, claro. No siempre, pero funciona. Es como usar una palanca: si encuentras el punto de apoyo, mueves el mundo. Si encuentras la conexión, ese socio potencial ya es tuyo.

Así que las ONGs no van a por tu suscripción anual, claro que no. Van a que les digas que sí. Una sola vez. Van a lo seguro. «¿Te gustan los niños?» «¿No te parece terrible lo que está pasando en Siria?» «¡Tenemos que parar a quienes están destruyendo el Amazonas!, ¿verdad?». Porque a ver quién es el antisocial que tiene valor de decir «no, son una lacra social», «bueno, en la tierra somos muchos» o «a mí me da lo mismo: que se preocupen los que vengan detrás». No, eso no se dice, jamás. Somos buenos ciudadanos: nos gustan los niños y los animalitos y nos preocupamos por las personas que sufren, al menos si las vemos mucho por la tele y nos queda muy claro que no tienen nada que ver con nosotros (ya, lo de Melilla, pues lo comentamos otro día). Tuve la suerte de tener una profesora fantástica que me enseñó todo esto desde un punto de vista sociológico y no sólo desde el marketing que había estudiado yo y que recomiendo leer a todos los que os interese el tema, Vanesa Saiz Echezarreta; por mi parte lo dejo, de momento, aquí, porque casi os enlazo su tesis, y tampoco es la cuestión.

Los captadores de ONGs y los acosadores buscan lo sencillo: que digas que sí. Una sola vez. Clic para tuitear

Pero ahora, para quienes no seáis vistas como mujeres cuando andáis por las calles, tomáis café, estudiáis en la biblioteca, etc., os voy a contar otra cosa: y es que la interacción con los hombres desconocidos es, en nuestro caso, muy parecido a esto cada día, en cada contexto.

¿Os acordáis de la polémica que se desató cuando una chica se indignó en Twitter porque un chico se había acercado a ella en la biblioteca para invitarla a café? «¡Exagerada!» «¡Feminazi!» «¡Odiahombres!» «¡Desagradecida!» Hay que tener muy mala leche para que te siente mal que te inviten a un café, ¿eh? Pues no. Porque ese café tiene una historia detrás, y hemos aprendido de ella a protegernos.

Nuestra experiencia, a lo largo de los años, seamos más o menos guapas o feas conforme al canon de belleza que nos toque, viene a ser terriblemente similar en cuanto empezamos a compartirla: en muy poquitas ocasiones un desconocido nos ha abordado sin que hubiera una intención detrás. Generalmente, la sexual. Es más: luego esos mismos que levantan gritos de «odiahombres», si ella se hubiera levantado de la biblioteca y se hubiera ido a tomar un café con él, y él hubiera aprovechado la salida del café para llevarla a un callejón y violarla, son quienes dicen «qué ingenua, a quién se le ocurre tomar un café con un desconocido». Entre otros, nuestro Ministerio del Interior, nada menos.

Quienes acusan de odiahombres a una mujer por desconfiar la llaman ingenua si finalmente es violada. Clic para tuitear
Imagen via Tumblr

Imagen via Tumblr. La noticia completa sobre el asesinato de Mary «Unique» Spears se puede leer aquí.

Esto, así contado, suena ridículo de lo incoherente que es, pero vivimos con esto todos los días de nuestras vidas, sobre todo desde que nos desarrollamos. Porque, de pronto, tú tienes nueve o diez años pero hay señores random que se bajan de sus coches y te dicen «oye, guapa, ven un momento» (¿tienes un minuto?). Porque sacas a tu perro y montones de hombres solos te acorralan en los portales con el «qué perro tan bonito, ¿muerde?» (¿te gustan los niños?) para convertirse después en un «y la dueña, ¿muerde o se va a dejar tocar?». Porque cuando andas por la calle, señores random te gritan «qué seria vas, hija mía, sonríeme un poquito, alégrame la mañana» (sólo es un euro y es súper importante), pero resulta que cuando no te da la gana de sonreír, la cosa, a veces, se pone muy fea: porque ya no se trata de que tú sonrías y eso sea bonito para ti y para quienes te ven feliz, sino de que han hecho un mandato sobre lo que tienes que hacer, tú, como mujer, para formar parte del espacio público que dominan ellos, los hombres, y no has cumplido. ¿Cómo osas, mala mujer? A ver si vamos a tener que enderezarte. Y todas nosotras temblamos cuando oímos esas palabras porque no será la primera vez que, por plantarnos ante un trato que no nos gusta, lo que nos encontramos es, directamente, una agresión.

 

Volviendo a la relación entre ambas cosas: quizá las mujeres que os hayáis encontrado con captadores de ONGs recientemente hayáis visto un extraño fenómeno, y es que ahora en muchos casos el estilo original de aquellos se ha reforzado con las características primarias del acoso. Hemos llegado a tal punto que el chico simpático con chaleco de una asociación que, a priori, te cae bien, te dice «Madre mía, vaya belleza» y cuando no contestas dice «Está claro que eres sólo guapa por fuera, qué vergüenza no pararte a hablar conmigo». La primera vez me dejó a cuadros. Pero es que no me ha pasado una sola vez, no me ha pasado sólo a mí, y, por lo que he contrastado, no pasa sólo en Madrid. Que os acosen por la calle cuando quieren pediros dinero para una buena causa es tendencia, chicas. Tomad nota.

Y, por supuesto, no falta el recurso a la culpa. «Con lo guapa que eres y lo poco que sonríes» (hay que ver lo desagradecida que soy, que encima de que soy guapa no comparto mi belleza con todas las personas que quieran mirarla, así, como si mi vida fuera un escaparate gigantesco) se convierte en «con lo guapa que eres y lo poco solidaria que eres». Madre mía. Soy un desastre ciudadano. No me gustan los niños. No me importan los sirios. Están matando focas. Yo no llevo suelto, o estoy en el paro, o tengo un mal día, o me he sentido agredida por las formas terribles en las que el captador se ha dirigido a mí, pero, no os quepa duda, el sabor de boca que me llevo es que la culpa es mía. Porque soy una seca. Una rancia. Una desagradable. Una borde. Porque «una sonrisa no cuesta nada», «un euro no cuesta nada».

Verás, es que esa no es forma de dirigirte a una desconocida. Es que no me importa lo más mínimo que te parezca bella por dentro, por fuera o por donde meo. Mal está que me hostigues por la calle para pedirme dinero para un problema que resolvemos con organizaciones mediadoras en vez de demandando a nuestros gobiernos que tomen medidas sistémicas (perdón. Ya sabía que se me iba a escapar. Aun así, insisto, soy y he sido socia de varias ONGs y este texto es sin acritud hacia ellas, dejando al margen las estrategias de venta, que suelen estar externalizadas); pero que lo hagas apelando a la misma forma en la que me acosarías sexualmente me parece de locos.

Lección clave de autodefensa: pon límites lo antes que puedas, porque los van a intentar saltar. Clic para tuitear

¿Sabéis qué enseñan en los cursos de autodefensa? Que el pie en la puerta es súper eficaz. Y que, por tanto, cuando sepas que tu límite está en un punto determinado, tienes que ponérselo a la otra persona mucho antes. Para que no haga palanca. Da igual lo fácil que parezca la primera demanda, si es un minuto, una sonrisa o un café; si la interacción no te está gustando, si no tienes tiempo, si no tienes ganas, recuerda que no estás obligada a nada. Que no le debes nada a nadie. Pon ese límite desde el principio, para que tu interlocutor no se aproveche de esa culpa que tenemos tan bien interiorizada las mujeres, de esa necesidad permanente de agradar que nos enseñan como parte clave del ser mujer, de esa generosidad que conlleva el ser ciudadano pero a la que, curiosamente, sólo apelamos de forma puntual (¿hola, tienes un minuto?) y no desde el civismo que enseñaría, por ejemplo, que hacer sentir mal a una persona no es, en ningún caso, una técnica aceptable de venta. Ni de ligoteo, por supuesto.

Medicalización del deseo sexual femenino

Hace algo más de un mes, mientras muchas personas nos encontrábamos de vacaciones, llegaba a los medios una de esas noticias curiosas que a veces provocan la aparición de chascarrillos y chistes fáciles. La Food and Dugs Administration (FDA), organismo que regula la salida al mercado de productos alimenticios y fármacos en Estados Unidos, había aprobado un medicamento para tratar la falta de deseo sexual en mujeres. Este fármaco se vende con el nombre de Addyi y actualmente es comercializado por la empresa farmacéutica canadiense Valeant (tras haber sido comprado a Sproud Pharmaceuticals). La pastilla está hecha con flibaserina, un compuesto químico que actúa a nivel hormonal de una manera muy parecida a como lo haría un antidepresivo.

Llegados a este punto, tras haber salido del sopor vacacional, una se pregunta, ¿cómo se está abordando la falta de deseo de las mujeres cuando la solución que se les ofrece es medicarlas con algo muy similar a un antidepresivo? ¿No existen otras soluciones menos invasivas? ¿Acaso está producida la falta de deseo en mujeres por una forma concreta de ver la sexualidad y no es un problema en sí mismo, como nos quieren hacer entender desde el sector farmacéutico? Tras haber realizado algunas entrevistas a sexólogas/os y llevado a cabo una etnografía virtual en foros con mujeres heterosexuales que tenían falta de deseo, he sacado mis propias conclusiones sobre este tema.

Vivimos en una época en la que se nos pide que seamos auténticas supermujeres: trabajadoras, estudiosas, buenas amigas, madres e hijas atentas, divertidas, guapas, y que además saquemos tiempo para dedicarlo a la pareja y al sexo. Muchas veces  esto produce agobio y sensación de no poder cumplir con todas las expectativas que hay puestas en nosotras.

Pero, volviendo a la cuestión del deseo, para nosotras éste se configura de una forma particular. Una de las mujeres con las que pude interactuar en el foro me contaba que: A veces nos da más placer el hecho de sentirnos deseadas y saber que somos el centro de atracción de los hombres. El que nuestra forma de desear pase por lo deseables que resultamos para los hombres no es una casualidad, ya lo decía Teresa de Lauretis:

Que nuestra forma de desear pase por lo deseables que resultamos para los hombres no es casualidad. Clic para tuitear

Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres miran cómo son miradas. Eso determina no sólo la mayor parte de las relaciones entre hombres y mujeres sino también la relación entre las mujeres y sí mismas. La parte de la mujer que se observa es la masculina: la parte que se siente observada es femenina. Así la mujer se trasforma en objeto.

Este hecho queda reflejado también en el tabú que hay en torno a la masturbación femenina. Una de las sexólogas entrevistadas decía que para nombrar a la masturbación masculina existen muchos nombres, mientras que para hacer lo mismo con la femenina nos quedamos casi sin palabras que la referencien.

En el sexo, las mujeres siempre andamos transitando por la delgada línea que existe entre ser demasiado recatadas y pudorosas o ser demasiado promiscuas, en caso de que tratemos de vivir una sexualidad fuera de lo marcado como normativo. En definitiva siempre seremos demasiado, ya sea por defecto o por exceso, y nunca estaremos en el punto adecuado, ni para los demás ni para nosotras mismas.

Paradójicamente, ocurre justo lo contrario si hablamos de la falta de deseo sexual en hombres. Si para las mujeres según la lógica más tradicional no está bien visto expresar el deseo, en los hombres el expresarlo es lo normal, y sin embargo cuando hay falta de deseo debe ser censurada. Bajo el paraguas de las disfunciones sexuales puramente físicas se esconde también la pérdida de deseo.

Tanto en las mujeres como en los hombres, el silencio y el pudor están presentes constantemente en estos casos. Hay una vergüenza, una falta de palabras para expresar lo que ocurre y una concepción caduca de las relaciones de pareja heterosexuales y de la sexualidad que nos acarrea muchos problemas, y hasta que no decidamos romper unas y otros con todo ello estaremos poniendo parches solamente a un problema que realmente necesita un derribo hasta los cimientos y una reconstrucción.

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Elaboración propia

Me siento fea: por qué no nos vale ser gordibuenas

Seguramente todos tenéis esa amiga que es preciosa, viste como una estrella de cine, se mueve como una bailarina y tiene el cuerpo de una monitora de fitness y que, sin embargo, regularmente dice que se siente fea. Y quienes están a su alrededor la miran y piensan que es una forma de llamar la atención. Attention whore, dicen los angloparlantes, nada menos: porque una mujer que quiere que le miren, claro está, es una puta; ¿no es curioso este mundo que enseña a las mujeres simultáneamente a ser hermosas y deseables pero a ser discretas y no llamar la atención, a ser objeto de deseo pero a no tener deseo, a someterse a los deseos ajenos pero a que será castigada si así lo hace?

Las mujeres vivimos en un permanente doble vínculo: la situación en la que una «víctima» (así la llaman Bateson y sus colaboradores en el artículo donde enunciaron esa teoría) se encuentra de forma recurrente enfrentada a un mandato primario negativo («No hagas eso, o te castigaré», o bien «Si no haces eso, te castigaré») y un mandato secundario en conflicto con el primero en un nivel superior de abstracción, reforzado por castigos o señales que anuncian un peligro para la supervivencia.

Esto, que suena complejo, es en realidad una forma básica de encubrimiento del maltrato que nos sonará a todos: las frases «No me veas como a un enemigo», «Lo hago por tu bien», «Te lo digo porque te quiero», cuando rodean una situación vejatoria, peligrosa, de dominación, de violencia, hace que la víctima empiece a confundir poco a poco la interpretación de la situación, siendo cada vez menos capaz de distinguir lo que es amenazante de lo que no, lo que es amor de lo que es hostilidad, etc. Y es que la amenaza generalmente no se transmite verbalmente, sino de forma subyacente: con gestos, posturas, tonos de voz, acciones… Para que se produzca el doble vínculo, la situación debe ser recurrente. Cuando se interioriza esta contradicción, ya no hace falta que existan las órdenes en conflicto para que afecten a la forma en que esas personas juzgan la realidad y las acciones propias y de los otros (de hecho, esta teoría se fundamentó en el análisis de esquizofrénicos, porque llega a tomar la apariencia de voces interiores).

Obviamente, en una situación estándar podemos distinguir muy fácilmente la información real de la que la contradice. Miras a tu amiga y le contestas «Qué dices, si eres guapísima», «Pues yo te veo estupenda», «¿No hay espejos en tu casa?»

El problema es que a muy pocas mujeres nos han enseñado a mirarnos al espejo. Las mujeres, por lo general, hemos aprendido desde bien pequeñas que nuestra relación con el cuerpo tiene que ver con estándares ajenos a nosotras, que cuando empiezan a imponérsenos no entendemos en absoluto y que, de hecho, muchas veces no son coherentes entre sí. El bebé gordito tiene que ser una niña flaca y las curvas se celebran porque ya eres mujer pero en cuanto eres mujer debes medir lo que se marca y lo que no, y así hasta que la adolescencia se convierte en un cuento de terror marcado por todo tipo de trastornos alimentarios, autolesiones, y, en definitiva, una relación tortuosa con el propio cuerpo que para muchas mujeres no termina nunca. ¿Cómo va a terminarse, si las señales siguen ahí?

Mi amor por los espejos - Pizarnik
«He tenido muchos amores – dije – pero el más hermoso fue mi amor por los espejos», dijo Pizarnik

Para empezar, hay toda una industria dirigida a que nos sintamos mal con nuestro cuerpo. Hace meses un maravilloso artículo de Leticia García me abrió los ojos: la moda cambia radicalmente y hace cuerpos buenos y cuerpos malos, asegurándose de que siempre, en todo momento, haya mujeres que se sientan a disgusto dentro del suyo: una persona insatisfecha es una persona a la que se puede persuadir de que compre.

Ahora se llevan los culos. Se llevan los culos porque habían vuelto los pantalones pitillo, porque estábamos flacas. Es más: es en estos momentos, en los que dedican escaparates de Mango sólo a ropa para runners, de pronto se llevan las «gordibuenas«. Y su equivalente masculino: los fofisanos. Eh, todos tranquilos: ya no tenéis que seguir adelgazando para que os queramos. Venga, vale, os vamos a querer gorditos. Total, la pasta de las zapatillas, el chándal, y los wearables ya la tenemos en nuestras cuentas. Sigan a lo suyo, aquí no hay nada que ver. Pero ya asoman las campanas en las nuevas colecciones de otoño, ya. Y más dura será la caída.

Pongamos por caso que no se da tal caída; pongamos por caso que nos aceptamos en nuestros cuerpos rotundos y amamos a nuestros michelines (por no ser injusta con los angloparlantes, ¿cómo vamos a pelear contra una parte de nuestro cuerpo que se llama «love handle»?). No pasa nada, porque encontrarán otra forma de crearnos un complejo. No hay más que ver las revistas femeninas: «Cómo conseguir que se fijen en ti sin dejar de ser tú misma» comparte portada con «10 cosas que DEBES hacer para que ellos se vuelvan locos», «Aún estás a tiempo: dietas exprés para la operación bikini», y así. Los medios critican y ensalzan simultáneamente a quienes una vez en el candelero cometen la osadía de ganar peso, así que Tania Llasera pasa de decir que se siente sexy con sus kilos de más tras dejar de fumar a informar al país entero de que ha decidido ir a un nutricionista para poner fin a esa situación.

Y los medios se hacen eco porque lo que se cuenta aquí no son las oscilaciones de la báscula de Tania Llasera, sino el juego que la sociedad impone cada día a la autoestima de las mujeres. Para que te reconozcan por tu trabajo tienes que ser fea, pero si eres fea no llegas a ninguna parte y te tienes que cuidar más, cuando por fin tienes una imagen que resulta agradable a los demás estás obligada a mantenerla (y a asumir que te juzguen sólo por ella), y así. No es más que una historia de sometimiento, de hija pródiga que vuelve al redil de la talla 38. La historia de todas nosotras.

No nos vale ser gordibuenas porque incluso aunque nos valiera nos sentiríamos engañadas: porque esa valía nos la aporta el reconocimiento externo, el ser atractivas como gordas, no el sentirnos bien en ese peso. Ninguna mujer se siente legitimada para sentirse sexy dentro de su cuerpo. Sentirse sexy es ser una zorra. Ser una zorra es ser despreciable. Si has conseguido agradar lo suficiente como para despertar el deseo, entonces tienes que empezar a negar el deseo. Debes cultivar tu mente. Y nunca serás suficientemente lista, ¿cómo vas a sentirte suficientemente lista si todo el mundo da por hecho inmediatamente que eres muy lista «para ser una chica»? Debes hacer deporte por tu salud, no por tu físico, pero evita la natación, que te pondrá las espaldas anchas; el ciclismo, que te pondrá los gemelos gordos; fibrosa, bien, musculosa, mal. Debes ser, (no) debes ser, debes ser. Si (no) eres, no te querrán. Esa es la amenaza velada: las mujeres vivimos aterradas porque nos han enseñado que si no cumplimos, nadie va a querernos. Y los estándares que debemos cumplir están amañados: como cuando la madrastra le asegura a Cenicienta que podrá ir al baile «si acabas tus obligaciones y encuentras un bonito vestido».

Cenicienta_nuevo_vestido Cenicienta_vestido_roto
Imágenes via Disney Wiki

Nadie nos dice que vamos a recibir todo el cariño que nos merecemos porque cuando no sea así vamos a mandar a freír espárragos a la persona que nos infravalora. Nadie nos dice que podemos hacer con nuestro cuerpo lo que nos dé la gana: dejarnos crecer el pelo o afeitarnos, engordar o adelgazar, llevar tacones o zapatillas, follar con ansias o elegir el celibato. Nadie nos dice que eso no importa, que tenemos derecho a que nos quieran como cualquier otro ser humano.

Que no nos valga ser gordibuenas porque ahora nos han dicho que está bien, que nos perdonan. Que nos valga nuestro cuerpo, como sea. Cuando se lleven las gordibuenas y cuando se lleve el heroin chic. Porque sólo tenemos uno y tiene que llevarnos a donde queramos ir; así que se merece todos los mimos del mundo.

Magical Girl: todos somos tóxicos

Nota: el texto detalla información importante sobre la trama de la película Magical Girl, de Carlos Vermut, por lo que no recomendaría la lectura a aquellos que no la hayan visto.
Fotograma de Magical Girl

 

«Tampoco estamos tan mal» es la defensa de Bárbara cuando le sugieren que los medios nos están distrayendo para silenciar nuestras quejas. Un conflicto entre lo real y lo que preferimos creer que no sólo ilustra la idea de una España en crisis que no es capaz de hacerse entender, sino que aparece también en los comportamientos de género de los protagonistas de esta Magical Girl. Manipuladores pero vulnerables, todos confían en llevar a cabo sus acciones para ayudar a quienes están a su lado, cuando en realidad no hacen sino moverse para alcanzar su propio beneficio. Otra cosa muy distinta es lo que se cuenten a sí mismos. Magical Girl nos impacta y nos altera, nos exige que la repensemos desde la crueldad del impulso emocional, pero también desde la angustia del devenir político. La segunda cinta de Carlos Vermut desgrana la amnesia colectiva de un país que aún transita entre la picaresca y el deseo europeo, para golpearnos con lo que más nos incomoda: todos en algún momento hemos hecho daño, aun cuando sabíamos qué era lo correcto.

La película juega con las representaciones tradicionales de clase y género creando paradojas morales que, a pesar de sus múltiples torsiones, hablan muy directamente de la realidad social española. El ser humano es corrupto; el sexo, siempre permeable a nuestros intereses. No hay artificio alguno en la trama. Los conceptos de los que se sirve Vermut (la mujer fatal que se autocondena, el recurso fácil al chantaje, lo turbio en la inocencia infantil) están anclados en nuestras cabezas, en nuestra forma de entender las relaciones sentimentales, la paternidad o la sexualidad. Los personajes femeninos en Magical Girl son mártires y a la vez verdugos, pero en la misma medida que los masculinos: todos explotarán rasgos consolidados a su género para lograr sus objetivos.

Alicia es una niña que padece una enfermedad terminal y cuya mayor ilusión es conseguir el vestido de su personaje de anime favorito. Luis quiere hacer realidad el sueño de su hija, pero su situación de desempleo y el alto precio del regalo le superan. Su suerte parece cambiar cuando conoce a Bárbara, una mujer de clase acomodada que vive inmersa en una relación dependiente con un marido psiquiatra que la controla a través de la medicación. Luis chantajea a Bárbara con argumentos sexuales y ella acude a Damián, un antiguo profesor que decide enfrentarse al hombre que la está acosando.

 

Cartel de Magical Girl

La cinta exprime numerosos estereotipos de género, pero si los retuerce es para mostrar lo grotesco que hay en ellos: ¿es posible que Bárbara sea ‘la mala’ de la película cuando, en primer lugar, ha sido chantajeada por un hombre que se ha aprovechado de su inestabilidad emocional? El personaje se nos descubre a través de varias etiquetas: atractiva, desequilibrada, autodestructiva y dependiente de los hombres, motivos por los cuales es necesario controlarla. Sin embargo, y así como sucede más allá de la ficción, Bárbara no es un ser malvado ni tampoco un ángel de cuento. Y, desde luego, no está más enferma que su marido, que la custodia hasta la extorsión emocional.

– No puedo estar siempre detrás de ti como si fueras una niña de siete años. Bárbara, ¿me miras cuando te hablo? ¿Tengo que estar siempre detrás de ti como si fueras una niña de siete años? Si algún día me entero de que me mientes te juro que me voy y no vuelvo […] Perdona por enfadarme.
– No pasa nada. Te enfadas porque me quieres.

La actitud dominante del marido de Bárbara se expone de forma cruda y produce un rechazo inmediato que ataca directamente a los pilares del amor romántico. La necesidad emocional de la mujer parece total y se presenta como una conducta insana que la empuja al extremo de hacer cosas terribles. Es esta correspondencia tóxica y desigual la que desencadena su aparato manipulador: la relación amorosa está por encima de todo, incluso del chantaje al que acepta ser sometida. Como espectadores, queremos que Bárbara abandone la dinámica de terror con su marido, pero al mismo tiempo entendemos de dónde viene. Y no, no es necesario un historial clínico para explicarlo. Desde el ámbito familiar, pero también desde la ficción, se nos ha inculcado que la mujer debe luchar y aguantar por amor. Vermut acierta plenamente al no mostrar romanticismo alguno en la relación de pareja: no sentimos ese supuesto amor que los une porque no puede existir.

En cuanto al vínculo entre Bárbara y Damián, la cinta no explicita lo ocurrido pero podemos intuir algún tipo de relación sexual previa. Una vez más, se nos lanza de lleno contra los estereotipos. Ambos personajes son adultos y, por lo tanto, completamente responsables de sus actos. Culparla a ella de las decisiones del otro supone recrear el mito de la mujer pecadora que arrastra al hombre hacia la fatalidad. La copla de Manolo Caracol que escuchamos en dos de las escenas clave de la película subraya el afán de Vermut por dejar claro que las cosas no son blancas o negras: los personajes cohabitan en situaciones injustas, pero han sido ellos mismos quienes las han provocado.

La niña del fuego te llama la gente y te están dejando que mueras de sed.
Ay, niña de fuego.
Dentro de mi alma yo tengo una fuente pa’ que tu culpita se incline a beber.
Ay, niña de fuego.
Mujer que llora y padece te ofrezco la salvación.
Tu cariño ciego, soy un hombre bueno que se compadece.
Ay, ay, mi niña de fuego.

Es casi imposible resumir toda la complejidad de Magical Girl en una sola frase, pero si algo podemos concluir al respecto es que todos somos corruptos porque la sociedad misma en la que vivimos está podrida desde la base. O en otras palabras, seguimos haciéndonos daño porque sabemos que podemos sostener relaciones insanas. Al igual que Bárbara y el resto de personajes, hemos asumido una serie de comportamientos viciados que nos aseguran que hacer el mal es plausible aun cuando la exigencia es hacer el ‘bien’ a toda costa. El predominio de las relaciones afectivas tóxicas en un sistema que estimula la corrupción es ciertamente desalentador, pero tampoco debemos olvidar que no existen las conductas infalibles. Las alternativas seguirán actualizándose a medida que reflexionemos con la misma ferocidad con la que lo hace Magical Girl.

WhatsApp y la dependencia emocional

Whatsapp Encadena

Hace unos meses decidí hacer un experimento: desinstalar unos días WhatsApp.

Lo sé, no suena a experimento valiente. Y menos aun,  si le sumas que apenas duró unos pocos días (no laborables).

Tomé esa decisión tras leer el artículo escrito por Vega sobre cuánto nos dolía el doble check que WhatsApp había implementado.

Pero antes de contarte qué es lo que pasó y lo que sentí quiero que vayamos al concepto de dependencia emocional. Muchas veces los términos de tanto leerlos pierden gran parte de su significado.

Qué es la dependencia emocional y cómo llegamos a ella

Vivimos en un mundo en el que aprendemos a que estamos separados, irremediablemente, de los demás. Tenemos una forma de entender las relaciones donde todo es efímero y los vínculos débiles.

En cierta manera, tendemos a pensar que sólo hay dos modelos de relación donde los vínculos son realmente fuertes. El primero con los padres. Muchos autores dirían que mayormente con la madre. Según sugieren muchos autores, el tipo de amor maternal es mucho más incondicional que el del padre. Una madre que ama incondicionalmente, frente a un padre que ama con condiciones.

El segundo vínculo afectivo importante aprendemos que es con la pareja. Un tipo de amor, que en relaciones destructivas queremos conseguir sea maternal, incondicional, a pesar que cuando amamos al otro lo hacemos con condiciones.

Para simplificar: «necesito que mi pareja me quiera pase lo que pase, y por supuesto para siempre»

Ese vínculo afectivo, que hace que el amor funcione de forma que nos sintamos unidos a alguien en un mundo que nos enseña que estamos separados los unos de los otros.

Si existe una dependencia, es que de fondo hay una adicción. La comunicación por WhatsApp probablemente sea adictiva porque es un sistema de generación de recompensas inmediata. Quiero decir, que la comunicación se convierte en un juego de premios y castigos.

Puede que estés iniciando una relación afectiva con otra persona. El momento en que te manda un mensaje, aunque sea para decir buenos días, está generando una recompensa. La comunicación se convierte en un juego, en una forma de saber que el otro nos quiere. Nos genera una necesidad constante de saber que nos quieren todo el tiempo.

Es difícil darse cuenta de ello en los primeros estadios de una relación. La dependencia es algo que surge después de un tiempo. Obviamente hay personas con una estructura de personalidad más dependiente que otras.

No tengo claro si nos volvemos adictos al amor o a la aplicación. Pero mi impresión es que nos sentimos más atraídos en los primeros estadios al sistema de recompensas de la comunicación, que a la propia persona.

No pensamos lo que escribimos

En este blog hablamos de relaciones amorosas. Por eso me quiero ceñir a ellas.

Una de las cosas que he podido experimentar estos meses a través de la observación es que no pensamos lo que escribimos.

Después de mi experimento «el fin de semana sin WhatsApp», decidí observar cómo los demás se relacionaban con este medio como filtro. Ya sé que no es un estudio muy amplio, y mucho menos riguroso, pero en la observación y la experiencia está la sabiduría. Distinguiendo entre lo que sabemos porque lo hemos experimentado, observado y analizado, y lo que solo conocemos de referencia.

Decidí adoptar un papel pasivo de observadora de relaciones por WhatsApp. Observé mis relaciones amorosas. Mis relaciones incipientes, mi relación con mi ex, y esa especie de cementerio emocional que queda en WhatsApp de relaciones que han sido efímeras. Y de paso aproveché para observar las relaciones de otros.

Una de mis primeras conclusiones es que con WhatsApp no pensamos. Cuando yo intentaba por ejemplo hablar con mi ex, tenía que dejar de hacerlo a través de WhatsApp para que mis emociones no produjeran un secuestro emocional que desencadenara en discusiones sin sentido, y la mayoría de las veces unidireccionales.

Para mí había una diferencia fundamental entre hablar por email y por WhatsApp. Por email paraba a pensar qué decía y cómo lo decía. Bien es cierto que los que nos separamos con niños tenemos consciencia que las comunicaciones por email se presentan fácilmente en un juicio. Es mucho más sencillo de usar de prueba que un simple WhatsApp. Quizás por eso el email se utiliza de otro modo más pausado.

Además con el email tenemos una diferencia fundamental: No esperamos que nos contesten inmediatamente. Con WhatsApp sin embargo sí.

Al final, si quieres molestar a un ex en un proceso de custodia, ruptura y demás es fácil, bloquéalo en WhatsApp. A ser posible cuando recibas un email, no contestes inmediatamente. Hazlo en día. Es más, a mayor importancia del email menos contestación. Eso es algo que mi ex usa conmigo cada vez que algo no le gusta.

Pienso sinceramente que WhatsApp es un medio ideal para premiar y castigar. Un sistema que te permite parapetarte detrás de las letras, en la distancia, sin mirar a los ojos, sin empatía. Un sistema que te permite transmitir independientemente de lo que sientas.

Sin embargo he observado que la mayoría de personas usa la respuesta inmediata, que suele ser la emocional. No para a pensar lo que escribe. Hay poco filtro racional, sobre todo en momentos en que se requiere inmediatez en la respuesta.

Quizás dentro de los medios que usamos habitualmente para comunicarnos WhatsApp es uno de los más emocionales, y a la vez más complicados de usar eficazmente.

La cuestión es que WhatsApp es un reflejo de nuestro mundo emocional. Que eso no quiere decir que comuniquemos bien ese mundo.

No sabemos comunicarnos

No, no sabemos comunicarnos. WhatsApp es un medio caliente donde podemos escondernos. Quiero decir, no estamos cara a cara, donde necesitemos temple para contener las emociones. No estamos por teléfono donde podemos esconder las emociones cambiando el tono de voz.

WhatsApp nos permite parapetarnos en un espacio aséptico donde sólo está la palabra. Donde podemos decir lo felices que somos mientras estamos llorando sin que nadie lo note. 

Por tanto ¿es realmente WhatsApp un medio de comunicación eficaz en una relación de pareja, no parejas, ex conflictivos? ¿De verdad?

Sinceramente, esto de dar tanto peso a la comunicación por WhatsApp en las relaciones de pareja es construir relaciones con cimientos poco sólidos. No, no tiene sentido confiar en un medio donde podemos ocultar nuestro mundo emocional.

Pero a esto le tenemos que sumar que la inmensa mayoría de las personas no saben transmitir a través de la escritura. Es así. Rindámonos ante la evidencia. Nos han enseñado a escribir, a repetir, a hacer análisis de textos. Pero nadie se ha preocupado de que sepamos plasmar nuestras emociones por escrito.

No sólo no sabemos cómo plasmar emociones. Apostaría a que la mayoría ni siquiera tiene un lenguaje emocional rico.

Es fácil tener un diálogo de estas características:

– ¿Qué tal estás hoy?
– Bien, bueno mejor que ayer.
– ¿Ya se te pasó entonces?
– Del todo no, pero ya mejor. Estoy menos triste.

Nuestro vocabulario emocional es muy reducido. Bien-mal, triste-feliz. Las emociones contrarias son lo mismo en diferentes escalas. Pero ¿podríamos ser más exactos con nuestras emociones? ¿mejoraría nuestra comunicación si utilizáramos un vocabulario más rico? ¿Qué pasaría si usáramos mejor el lenguaje emocional?

¿Cuanta gente usa en WhatsApp expresiones cómo estas?

– Me siento exaltado
– Estoy realmente molesto con el tema
– Hoy me siento desorientado
– Sí, realmente hoy me siento muy afortunada
– Hoy me siento desilusionado

Teniendo en cuenta que WhatsApp sólo dispone de emoticonos para mostrar las emociones, quizás deberíamos aprender a usar de una manera más rica el lenguaje emocional. No creo que las caritas sonrientes o las caquitas de WhatsApp suplan por escrito una forma de escribir más emocional. Si no tenemos ni postura ni tono ¿qué tal probar a ser más explícito y concreto en el lenguaje?

Control a través de Whatsapp

No puedo hablar de dependencia sin hablar de control. La dependencia emocional y el control sobre el otro van unidos. No conozco ninguna relación dependiente donde el control no exista. Y creo que en este blog se ha escrito mucho sobre cómo confundimos el control con el amor.

Yo quiero dejar clara mi posición: para mí el control sobre otra persona es la manera de considerarla de tu propiedad. Para mucha gente una relación de pareja pasa por convertir al otro en un objeto de su propiedad. Y creo que todos hemos caído en este tipo de relaciones alguna vez.

Es importante salir de esta dinámica. El amor no es control. Las personas no son/somos propiedad de nadie. Ni las parejas, ni los hijos.

Amar más no significa controlar más. No implica controlar al otro.

Es curioso: en este tiempo he visto este tipo de control por las dos partes. Por una parte cómo hay personas con la necesidad imperiosa de controlar a otras. Y por otra parte cómo hay personas que creen que ser controlados por otro significa que te quieren más.

WhatsApp, cómo suele pasar con todo el mundo digital no es un lugar aparte del mundo real. Quiero decir con esto, que lo que pasa en WhatsApp es un reflejo de lo que pasa en la vida real, en las relaciones reales.

En cuanto a medio de control WhatsApp permite ejercer un control mucho más intenso y más inmediato.

Te voy a poner un ejemplo. Antes podías llamar por teléfono a otro y te decía «estoy aquí, en el bar Pepito, con Juan y Nuria». Ahora el control puede amplificarse. No hace falta que el otro te lo diga. Si estás acostumbrado al control no sólo escribirás eso, sino que mandarás una foto con Juan y Nuria, con una cerveza en la mano con el cartel del Bar Pepito de fondo. El control es más eficaz, más inmediato, y no te da lugar a escapatoria.

El control puede ser también una necesidad constante de recibir información sobre la actividad de la otra persona. Dónde está. Qué hace. Con quién está. Hay personas acostumbradas a tener absoluto control sobre los demás. Igual que hay personas acostumbradas a ser controladas. Es más, lo ven cómo algo intrínseco a las relaciones amorosas.

Dentro de la dependencia emocional, creo que podemos hacernos fácilmente adictos a controlar, y además a ser controlados.

Mi experimento

Un jueves sobre las once de la noche decidí enviar un mensaje a mis contactos más comunes. El mensaje venía a decir que iba a dejar WhatsApp unos días (no dije cuando volvería) por el simple placer de saber qué pasaba.

Puede parecer estúpido, pero la verdad es que sí pasaron cosas. Primero vino una mañana de Viernes con una avalancha de llamadas donde la gente me preguntaba si estaba bien ¿Perdón? Os habéis vuelto locos, mundo, SÓLO HE DESINSTALADO UNA APLICACIÓN DEL MÓVIL.

De ahí pasé a descubrir la dependencia emocional o al mismo medio. Personas, una en concreto, que pensaban que un SMS venía a ser diferente al WhatsApp. ¿Mande?

La mañana del viernes la sensación para mí fue un poco extraña. Sentí que me faltaba algo. La aplicación o las personas por las que me comunicaba, no lo sé.

Pero lo importante es que sí pasaban cosas. Pasaba que yo me sentía con más necesidad de comunicarme. Ya no disponía de la intimidad que WhatsApp me brindaba, así que cedí tiempo a escribir en mis Redes Sociales.

Y decidí hacer cosas diferentes. Era difícil quedar sin WhatsApp, ya no estamos acostumbrados a quedar por teléfono y asistir a la cita sin más. Me di cuenta que necesitamos confirmar y reafirmar la confirmación.

Salí del control. Ya no tenía a quien contar lo que hacía, ni a nadie que lo preguntara. Pude centrarme en las personas con las que físicamente estaba sin interrupciones, con la suerte de que ellos hicieron lo mismo conmigo.

Y aprendí que WhatsApp es un medio de comunicación nefasto. Donde los que intervienen son imperfectos, el lenguaje es inadecuado, las caritas sonrientes no suplen una risa verdadera. Lo cierto es que el mensaje no llega.

Abismo

Hay un abismo entre lo que sentimos, lo que escribimos por WhatsApp y lo que la otra persona interpreta.

No tenemos una educación emocional adecuada, cuanto menos cómo para disponer de medios donde todo depende de cómo decimos las cosas, más que lo que decimos.

Creo que es un problema similar al que tiene Twitter con el anonimato. En Twitter hay individuos que parecen obtener placer en el sufrimiento de otros. A veces creo que genera para algunos una especie de psicopatía transitoria donde la empatía brilla por su ausencia. En un medio como ese que te permite ser anónimo y además carece de lenguaje no verbal induce esa falta de empatía.

En WhatsApp no somos anónimos. Tendemos a reconstruir la parte del lenguaje no verbal. Dependiendo de nuestro mundo emocional podemos poner tono y postura a los mensajes. Genera empatía, no hay anonimato.

Relaciones a base de Whatsapp

¿Qué diferencia hay entre las relaciones antes de WhatsApp y después de WhatsApp?

Estoy segura que hoy en día configuramos relaciones amorosas diferentes a las que creábamos años antes. A través de WhatsApp podemos falsear lo que somos, nuestro estado de ánimo y nuestras verdaderas emociones. Muchas parejas incipientes pasan más tiempo relacionándose a través de WhatsApp que a través de ningún otro medio.

Si WhatsApp es un sistema que genera dependencia. Si es tan fácil de falsear. Si no disponemos de los recursos para comunicarnos emocionalmente ¿Qué tipo de relaciones estamos generando?

Tengo la impresión que generamos relaciones donde idealizamos fácilmente a la otra persona. El contacto constante e intermitente, junto al sistema de recompensa, no puede hacer más que generar relaciones con carencias de comunicación muy importantes.

Donde no hay una comunicación eficaz hay lugar para enamoramientos idealizados, mentiras sin resolver, dependencias intensas o incapacidad para diferenciar entre la realidad y nuestra construcción sobre la relación o la persona.

¿Eres tú o es Whatsapp? El check azul y nuestra necesidad de control

La semana pasada, Whatsapp incorporó un nuevo aviso: cuando el doble check se vuelve azul, podemos asegurar que el destinatario ha leído nuestro mensaje. Este «inocente» cambio se ha convertido en uno de los temas más candentes de la semana. ¿Por qué nos ha dolido tanto que se implantase el check azul? Porque confirma nuestros peores temores.

– No sé qué me pasa. Incluso aquí, que sé que no tengo cobertura, no puedo dejar de mirar el móvil. Y si entra un Whatsapp es peor, porque tengo que leerlo. Y si lo leo, tengo que contestarlo.

– Yo no los contesto. Pero luego cuando no me contestan a mí me pongo en lo peor.
– Yo pienso todo el tiempo que se han enfadado conmigo si no me contestan.
– Sí, pero es que tú siempre piensas que todo el mundo está enfadado contigo.
– Eso está claro. La tecnología no nos convierte en otra cosa, sólo nos exagera.
– Yo creo que nos hemos vuelto fáticos.
– ¿Qué?
– Fáticos. Como el «sí» de cuando hablas por teléfono para que la otra persona sepa que no has dejado el auricular y te has ido a otro sitio. Ahora la tecnología hace eso: sí, funciona, sí, has enviado el mensaje, sí, lo ha recibido, sí se ha conectado. Pero los que nos obsesionamos con hasta qué punto la persona está al otro lado de verdad somos nosotros.
– ¿Y si sabemos que funciona qué queremos comprobar?
– Pues que nos quieren. Escribimos con cualquier excusa y en realidad no necesitamos una respuesta, pero la esperamos. Porque demuestra que están pendientes de nosotros, que nos echan de menos, que…
– Al final estamos más pendientes de quien no está que de quien sí está.
– El mundo se va a la mierda, en serio. 

Esta conversación es de hace más de un año. No había check azul que valiera pero ya nos acompañaba ese miedo a que no nos estuvieran haciendo caso, ese que hace que «Doble check», de Paco Caballero, haya sido el corto más visto de la historia del Notodofilmfest.

La reacción ante este cambio en Whatsapp es que proliferan los posts sobre «cómo se quita el doble check azul» (creación de fraudes incluida), lo que ha hecho que la aplicación rectifique y haya anunciado la posibilidad de desactivarlo en una próxima actualización. Se habla de tecnologías de control todo el rato; desde mi punto de vista, las tecnologías no hacen más que reflejar nuestra forma de hacer; la exageran, participan de esta, si queremos, pero hasta ahí (Amparo Lasén lo sabe decir mucho mejor que yo). No nos controla la tecnología, sino nuestros jefes, socios, amigos, familiares, o, en el caso que nos ocupa, la pareja. Si no tuviéramos doble checks, lo haríamos por teléfono, porque el problema de base es que necesitamos saber y controlar: las tecnologías se limitan a responder a esa necesidad.

En nuestra nueva concepción del amor, un signo de compromiso evidente y necesario es la disponibilidad permanente. Esto ni es nuevo ni es exclusivo del amor. Te quiero - AjáEsto empieza con las jornadas flexibles en el entorno laboral y la telefonía móvil, con el correo electrónico y el teletrabajo, y se generaliza en el momento en que todos tenemos un smartphone en la mano. En la misma medida en que la tecnología nos libera y nos permite trabajar desde casa, a cualquier hora, en cualquier punto del mundo, nos hace corresponder con una promesa: la de atenderla. Es casi como en los cuentos clásicos: vender el alma al diablo, el primogénito a Rumpelstiltskin, la voz de la Sirenita a Úrsula. Podrás contactar con quien quieras cuando quieras, podrás hacer planes improvisados continuamente, pero deberás estar siempre listo para dar el parte sobre qué haces, dónde, con quién.

El doble check de Whatsapp nos duele porque no somos capaces de decir o pensar «Sí, he leído tu mensaje, pero no voy a contestarlo». Ni siquiera «OK, ya te contestaré
cuando me venga bien». La tecnología nos ha invadido de tal forma que contestamos los correos del trabajo desde la cama, ¿cómo no vamos a contestar un Whatsapp, aunque sea con un emoticono? No somos capaces de poner fronteras: ni entre la vida privada y la profesional, ni entre las diferentes dimensiones de la vida privada: estoy con otra persona, o, simplemente (y este es el pecado máximo) estoy sola y disfrutando del silencio y de mis pensamientos. Esta idea no entra en la cabeza de nadie: por eso cuando estamos al otro lado, mirando el doble check volverse azul, nos ataca la paranoia. Ya no nos quieren. Prefieren a otras personas. Hemos hecho algo mal. No somos ocurrentes ni divertidos. Nuestra vida social se desmorona.

Estamos obsesionados con la inmediatez y con la hiperdisponibilidad. Y tenemos unas vidas sociales más ricas que nunca, pero nos aterroriza que se deshagan. Tenemos miedo a que no nos quieran: el mismo que hemos tenido siempre, pero ahora más rápido y con más personas.

¿Y si dejamos de culpar a Whatsapp y empezamos a trabajar en nuestra necesidad de escuchar a cada rato que nos quieren?

50 sombras de Grey: del BDSM al maltrato

50 sombras de GreyUna trilogía de best-sellers que promete remover la sexualidad femenina. Que, al parecer, ha despertado en las mujeres más mayores, en esas que se criaron bajo el régimen franquista, su derecho a la fantasía sexual. Y una piensa que eso es fantástico y que es liberador, y entonces se lee los libros.
Una amiga decía: «ni siquiera es BDSM«, y es cierto. No lo es. Es, básicamente, maltrato. El BDSM es el lazo, el camuflaje, la máscara. Es lo que hace legítimo el impulso de control de Christian Grey sobre Anastasia.

La historia tiene todos los componentes del amor clásico de cuento de hadas, de película romántica de adolescentes: mujer joven inconsciente de hasta qué punto es atractiva se enamora perdidamente de un hombre poderoso que parece estar fuera de su alcance pero renuncia a todo lo que es y, mágicamente, obtiene su amor.

Todo muy sano. Muy romántico. De hecho, no lo olvidemos, la película se estrenará en San Valentín.

Ana Steele pasa los tres tomos revolviéndose contra ese control: se empeña en mantener su piso, mantener su dieta, mantener su trabajo, rechazar determinadas prácticas. Una rebelde. Y eso es precisamente lo que enciende el ansia del personaje masculino: Ana siempre es divertida porque siempre tiene que volver a seducirla, volver a domesticarla. Por supuesto, la trama se ocupa de ir demostrando, punto a punto, acción a acción, que Ana se equivoca. Esa mujer-niña que es la protagonista tiene que enfrentarse al acoso sexual porque ha cometido la imprudencia de seguir trabajando cuando no lo necesita, cuando su pareja puede mantenerla. Se niega a determinadas prácticas porque no sabe que se va a ir acostumbrando al dolor y la humillación hasta que le parezcan agradables, pobre, ella tan poco conectada con su cuerpo. Se empeña en vivir a su manera porque no sabe lo bien que le va a ir todo cuando obedezca: lo guapa que estará, lo cuidada que estará, lo feliz que será a costa de todo lo que la querrá y protegerá Christian Grey.

Esto es maltrato. Si no puedes trabajar, si no puedes ver a tus amigos, si tu pareja decide qué te pones, qué comes, cuándo haces ejercicio, cuándo y cómo tenéis sexo, entonces es maltrato.

Pero hay tres cosas que ocultan el maltrato que vertebra esta relación. La primera, el BDSM, que es la más evidente. Toda una subcultura desde el punto de vista de las personas que no lo practican y que la imaginan de una forma aberrante. Ese cuarto del placer de Grey que en nuestra mitología popular es una puerta al infierno. Es esa clásica posición de que en el momento en que una mujer (particularmente una mujer) acepta según qué tipo de prácticas sexuales, lo que venga detrás es consecuencia de la depravación. Es el mismo tipo de lógicas que subyacen bajo la culpabilización de la víctima de una violación: si andas sola, si vives sola, si caminas por la calle de noche, te expones. Si te dejas atar en un acto sexual, entonces es normal que tu pareja no te deje salir.

La segunda, el cuento de hadas. Christian Grey no es un hombre cualquiera. Es un millonario de 27 años. Es guapo, es rico, es culto (las referencias a la música clásica, por ejemplo). Anastasia Steele es una chica torpe, que se siente poco agraciada, que viste mal, que tartamudea en público. Grey se convierte al mismo tiempo en el príncipe y en el hada madrina: la transforma en alguien mejor, en alguien digno de ese amor, de esa riqueza, de las citas en helicóptero y los yates como regalo de cumpleaños. Mejora, económicamente, el estilo de vida de Ana, colocándola en el estatus de mujer objeto de otras tantas princesas de cuento cuya historia se acaba tan pronto llega el beso del príncipe.

La Bella y la Bestia se peleanY la última, y probablemente la más importante, es la empatía con Grey. La compasión que despierta la historia personal de Christian Grey como niño. Los abusos recibidos que justifican los abusos ejercidos sobre otras personas. Esa naturaleza monstruosa e incontrolable. Como en la Bella y la Bestia, Grey no puede evitar herir a Anastasia; pero, a cambio, puede compensarla haciéndole regalos: una biblioteca, un incunable; el paralelismo es tan directo que no da mucho juego a la interpretación. En cambio, Bella y Anastasia no agreden, huyen: lo que, a su vez, despierta la ira de sus respectivas bestias. La forma de enfrentarse a la agresión y los abusos es, en el caso de la mujer, la conversión. El sacrificio, la tolerancia, para, poco a poco, ir educando al maltratador, redimirlo. El amor se convierte así en un proyecto permanente, en el arma blanda de la mujer enamorada: te querré y te curarás.

Y este posicionamiento es precisamente el que justifica todo tipo de relaciones tóxicas, ya lleguen al maltrato o no. El creer que el amor de una es omnipotente y sanador. Un tema que sin duda da mucho más juego que un simple cierre de post…

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