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A Disney se le cuela una princesa nada romántica

– «¿Podemos ver OTRA vez Frozen?»

Una de las frases más repetidas en mi casa el último invierno ha sido ésta. Así casi puedo afirmar que soy experta en Frozen. Han hecho de «Suéltalo… Suéltalo» mi banda sonora particular.

Elsa, la nueva superheroína

Sinceramente, la impresión que tengo es que Elsa se les ha colado a Disney. Pero por si acaso crearon a Ana, su hermana, esperando que todas las niñas la adoraran y aprendieran a no enamorarse de extraños.

Póster de Anna y Elsa - Frozen

 

Elsa es la única princesa feliz de conocerse a sí misma. No necesita príncipes azules. Se la nota fuerte y feliz cuando decide ir por su cuenta y alejarse del mundo. En contraposición está su hermana Ana: inocente, enamoradiza, tierna… Toda una princesa. ¿Esperaría Disney que todas las niñas fueran como locas buscando muñecas y disfraces de Ana a la sección de princesas?

 Anna, Kristoff y Olaf en la nieve

Pero no, todas las niñas quieren ser Elsa. Una princesa mezclada con súperheroe, que lanza hielo tanto para crear cosas bonitas como defenderse. Yo veo a las niñas en la calle lanzando rayos invisibles de hielo. Ninguna que quiera ser Ana. Ni una sola con interés en enamorarse ya sea de un príncipe o un repartidor de hielo.

Elsa, mejor con armadura que con vestido

Si a una niña le das a elegir, Elsa les ha dado la posibilidad de elegir tener superpoderes. Eligen hielo antes que tener amor. ¡¡¡Pueden ser superheroínas!!! Pueden competir contra Spidermans, supermanes y otros súperheroes del patio del colegio con súperpoderes de hielo. No tienen que ser sus novias para que les defiendan. Se pueden coger de la mano de otra niña al grito de «esto es amor verdadero» y lanzar hielo a los otros súperheroes de los que están presentes en formas de individuos por debajo de uno con cincuenta metros.

No, no han ido en masa a comprar muñecas y disfraces de Ana. Elsa mola más. Da igual estar sola, que nadie las comprenda o que ningún hombre se atreva siquiera a sacarla a bailar. Lanzar hielo mola más que eso.

Disfraz de Elsa

 

Ahora eso sí, quedo a la espera que no destrocen el personaje de Elsa en la próxima entrega. Que no pongan en marcha la maquinaria patriarcal y conviertan a Elsa en otra cosa. Ninguna niña ha echado de menos que Elsa se enamore ni que la salven. Diosa quiera que la próxima de Frozen no tenga como eje principal que Elsa se enamore. Porque, sinceramente no me acabo de fiar de Disney y de cómo funciona la maquinaria patriarcal.

Ana no les ha funcionado de contrapeso de Elsa. Las niñas quieren ser superpoderosas. Quieren ser protagonistas reales de su propia historia. ¡¡¡Qué más da no ser dulce y tierna si tienes superpoderes!!! Elsa les ha dado la posibilidad de elegirse a ellas mismas.

Me siento fea: por qué no nos vale ser gordibuenas

Seguramente todos tenéis esa amiga que es preciosa, viste como una estrella de cine, se mueve como una bailarina y tiene el cuerpo de una monitora de fitness y que, sin embargo, regularmente dice que se siente fea. Y quienes están a su alrededor la miran y piensan que es una forma de llamar la atención. Attention whore, dicen los angloparlantes, nada menos: porque una mujer que quiere que le miren, claro está, es una puta; ¿no es curioso este mundo que enseña a las mujeres simultáneamente a ser hermosas y deseables pero a ser discretas y no llamar la atención, a ser objeto de deseo pero a no tener deseo, a someterse a los deseos ajenos pero a que será castigada si así lo hace?

Las mujeres vivimos en un permanente doble vínculo: la situación en la que una «víctima» (así la llaman Bateson y sus colaboradores en el artículo donde enunciaron esa teoría) se encuentra de forma recurrente enfrentada a un mandato primario negativo («No hagas eso, o te castigaré», o bien «Si no haces eso, te castigaré») y un mandato secundario en conflicto con el primero en un nivel superior de abstracción, reforzado por castigos o señales que anuncian un peligro para la supervivencia.

Esto, que suena complejo, es en realidad una forma básica de encubrimiento del maltrato que nos sonará a todos: las frases «No me veas como a un enemigo», «Lo hago por tu bien», «Te lo digo porque te quiero», cuando rodean una situación vejatoria, peligrosa, de dominación, de violencia, hace que la víctima empiece a confundir poco a poco la interpretación de la situación, siendo cada vez menos capaz de distinguir lo que es amenazante de lo que no, lo que es amor de lo que es hostilidad, etc. Y es que la amenaza generalmente no se transmite verbalmente, sino de forma subyacente: con gestos, posturas, tonos de voz, acciones… Para que se produzca el doble vínculo, la situación debe ser recurrente. Cuando se interioriza esta contradicción, ya no hace falta que existan las órdenes en conflicto para que afecten a la forma en que esas personas juzgan la realidad y las acciones propias y de los otros (de hecho, esta teoría se fundamentó en el análisis de esquizofrénicos, porque llega a tomar la apariencia de voces interiores).

Obviamente, en una situación estándar podemos distinguir muy fácilmente la información real de la que la contradice. Miras a tu amiga y le contestas «Qué dices, si eres guapísima», «Pues yo te veo estupenda», «¿No hay espejos en tu casa?»

El problema es que a muy pocas mujeres nos han enseñado a mirarnos al espejo. Las mujeres, por lo general, hemos aprendido desde bien pequeñas que nuestra relación con el cuerpo tiene que ver con estándares ajenos a nosotras, que cuando empiezan a imponérsenos no entendemos en absoluto y que, de hecho, muchas veces no son coherentes entre sí. El bebé gordito tiene que ser una niña flaca y las curvas se celebran porque ya eres mujer pero en cuanto eres mujer debes medir lo que se marca y lo que no, y así hasta que la adolescencia se convierte en un cuento de terror marcado por todo tipo de trastornos alimentarios, autolesiones, y, en definitiva, una relación tortuosa con el propio cuerpo que para muchas mujeres no termina nunca. ¿Cómo va a terminarse, si las señales siguen ahí?

Mi amor por los espejos - Pizarnik
«He tenido muchos amores – dije – pero el más hermoso fue mi amor por los espejos», dijo Pizarnik

Para empezar, hay toda una industria dirigida a que nos sintamos mal con nuestro cuerpo. Hace meses un maravilloso artículo de Leticia García me abrió los ojos: la moda cambia radicalmente y hace cuerpos buenos y cuerpos malos, asegurándose de que siempre, en todo momento, haya mujeres que se sientan a disgusto dentro del suyo: una persona insatisfecha es una persona a la que se puede persuadir de que compre.

Ahora se llevan los culos. Se llevan los culos porque habían vuelto los pantalones pitillo, porque estábamos flacas. Es más: es en estos momentos, en los que dedican escaparates de Mango sólo a ropa para runners, de pronto se llevan las «gordibuenas«. Y su equivalente masculino: los fofisanos. Eh, todos tranquilos: ya no tenéis que seguir adelgazando para que os queramos. Venga, vale, os vamos a querer gorditos. Total, la pasta de las zapatillas, el chándal, y los wearables ya la tenemos en nuestras cuentas. Sigan a lo suyo, aquí no hay nada que ver. Pero ya asoman las campanas en las nuevas colecciones de otoño, ya. Y más dura será la caída.

Pongamos por caso que no se da tal caída; pongamos por caso que nos aceptamos en nuestros cuerpos rotundos y amamos a nuestros michelines (por no ser injusta con los angloparlantes, ¿cómo vamos a pelear contra una parte de nuestro cuerpo que se llama «love handle»?). No pasa nada, porque encontrarán otra forma de crearnos un complejo. No hay más que ver las revistas femeninas: «Cómo conseguir que se fijen en ti sin dejar de ser tú misma» comparte portada con «10 cosas que DEBES hacer para que ellos se vuelvan locos», «Aún estás a tiempo: dietas exprés para la operación bikini», y así. Los medios critican y ensalzan simultáneamente a quienes una vez en el candelero cometen la osadía de ganar peso, así que Tania Llasera pasa de decir que se siente sexy con sus kilos de más tras dejar de fumar a informar al país entero de que ha decidido ir a un nutricionista para poner fin a esa situación.

Y los medios se hacen eco porque lo que se cuenta aquí no son las oscilaciones de la báscula de Tania Llasera, sino el juego que la sociedad impone cada día a la autoestima de las mujeres. Para que te reconozcan por tu trabajo tienes que ser fea, pero si eres fea no llegas a ninguna parte y te tienes que cuidar más, cuando por fin tienes una imagen que resulta agradable a los demás estás obligada a mantenerla (y a asumir que te juzguen sólo por ella), y así. No es más que una historia de sometimiento, de hija pródiga que vuelve al redil de la talla 38. La historia de todas nosotras.

No nos vale ser gordibuenas porque incluso aunque nos valiera nos sentiríamos engañadas: porque esa valía nos la aporta el reconocimiento externo, el ser atractivas como gordas, no el sentirnos bien en ese peso. Ninguna mujer se siente legitimada para sentirse sexy dentro de su cuerpo. Sentirse sexy es ser una zorra. Ser una zorra es ser despreciable. Si has conseguido agradar lo suficiente como para despertar el deseo, entonces tienes que empezar a negar el deseo. Debes cultivar tu mente. Y nunca serás suficientemente lista, ¿cómo vas a sentirte suficientemente lista si todo el mundo da por hecho inmediatamente que eres muy lista «para ser una chica»? Debes hacer deporte por tu salud, no por tu físico, pero evita la natación, que te pondrá las espaldas anchas; el ciclismo, que te pondrá los gemelos gordos; fibrosa, bien, musculosa, mal. Debes ser, (no) debes ser, debes ser. Si (no) eres, no te querrán. Esa es la amenaza velada: las mujeres vivimos aterradas porque nos han enseñado que si no cumplimos, nadie va a querernos. Y los estándares que debemos cumplir están amañados: como cuando la madrastra le asegura a Cenicienta que podrá ir al baile «si acabas tus obligaciones y encuentras un bonito vestido».

Cenicienta_nuevo_vestido Cenicienta_vestido_roto
Imágenes via Disney Wiki

Nadie nos dice que vamos a recibir todo el cariño que nos merecemos porque cuando no sea así vamos a mandar a freír espárragos a la persona que nos infravalora. Nadie nos dice que podemos hacer con nuestro cuerpo lo que nos dé la gana: dejarnos crecer el pelo o afeitarnos, engordar o adelgazar, llevar tacones o zapatillas, follar con ansias o elegir el celibato. Nadie nos dice que eso no importa, que tenemos derecho a que nos quieran como cualquier otro ser humano.

Que no nos valga ser gordibuenas porque ahora nos han dicho que está bien, que nos perdonan. Que nos valga nuestro cuerpo, como sea. Cuando se lleven las gordibuenas y cuando se lleve el heroin chic. Porque sólo tenemos uno y tiene que llevarnos a donde queramos ir; así que se merece todos los mimos del mundo.

Glee: aceptate a ti mismo y atrévete a cambiar el mundo (Ryan Murphy, 2009- 2015)

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Hacía tiempo que tenía muchas ganas de escribir este post porque va directo a la categoría «Construyendo». Y porque hace pocas semanas que se terminó la serie Glee y creo que en muchos aspectos, es una de las mejores series sobre relaciones humanas que he visto.

¿Qué pasa con Glee? ¿Por qué es diferente? Si no sabéis de que va la serie, os resumo el argumento: en un instituto de un pueblo de Ohio, un grupo de marginados se apunta al coro como actividad extraescolar. Lo que en los primeros capítulos te parece una serie más sobre institutos, líos amorosos y quiero-ser-popular-y-no-puedo se va
transformando en una reflexión sobre las relaciones afectivas de todo tipo. Y en una comedia con muy mala leche.

Al igual que Aristófanes hacía en sus obras, la Comedia en Glee se plasma enfrentando a personajes corrientes a situaciones cotidianas para mostrar de forma exagerada sus vicios y defectos. Y es esta exageración de las conductas de los protagonistas de la ficción lo que divierte al espectador, que es testigo de diálogos y situaciones muy políticamente incorrectas en ocasiones.Precisamente la capacidad de la serie para llevar al extremo todas las situaciones corrientes de la vida, a extremos que rozan el absurdo y el surrealismo, es lo que aporta la reflexión al espectador de cómo el mundo en el que vivimos está muy loco. Y es intransigente, lleno de prejuicios y no permite la diferencia, ni la admite. La margina.

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En esta forma de comedia se percibe un mensaje muy claro: lo más importante es aceptarte tal y como eres. Da igual que el mundo te margine, tienes que ser tú mismo y mostrarte sin máscaras. Creo que esta es la grandeza de Glee puesto que consigue que sea cuál sea tu raza, sexo, religión, orientación sexual o aspecto físico te aceptes a ti mismo como un primer paso para cambiar lo que no te gusta de la sociedad.

Sé tú mismo. Olvida el qué dirán

Una de las cosas en las que creo que Glee es un ejemplo a seguir es la manera en la que la homosexualidad se normaliza. Estamos hablando de chavales de 15 y 16 años que están empezando a descubrir las relaciones amorosas. ¿No debería ser así en la realidad? No hay grandes traumas en el argumento porque alguien descubre que es homosexual o lesbiana. El trauma viene ocasionado por la incapacidad de los demás a aceptarlo. El miedo al qué dirán. A ser juzgados por ser diferentes. De hecho, creo que la manera en que dos de las protagonistas se dan cuenta de que son lesbianas es magistral. De los besos de chicas para experimentar van dándose cuenta de que están enamoradas. Sin dramas. Sin somos-lesbianas-madre-mía. Y aunque eso no supone un problema para ellas, sí que lo es para sus familiares y para la sociedad.

Pero en todas las situaciones, el Glee Club se convierte en su santuario donde gracias a la maestría con la que el educador trata todas las cuestiones, los chavales pueden ser ellos mismos. No importa que seas lesbiana, gay, transexual o travesti, en el Glee Club nadie va a juzgarte. Y consiguen que esta visión se traslade a todo el instituto, logrando que el acoso escolar desaparezca, al menos, aparentemente. Pero hay muchísimos más ejemplos geniales como es el caso de Kurt, uno de los protagonistas de la serie. Kurt es homosexual pero intenta no serlo para complacer a su padre cuando precisamente su padre le quiere por lo que es: diferente, especial. Y no por ser homosexual, si no por su manera de enfrentarse a la sociedad, sin esconder su personalidad. Por ser capaz en un pueblo lleno de prejuicios del Medio Oeste norteamericano de no querer ocultar quién es.

O Unique, un chiquillo con una voz privilegiada que solo se siente seguro y feliz consigo mismo cuando se disfraza de chica y se sube a un escenario. O la entrañable entrenadora Shannon Beiste, que se siente acomplejada por ser muy poco femenina según dictan los cánones sociales.

Las relaciones heterosexuales son muy tóxicas. Esta toxicidad se percibe desde el primer capítulo. El profesor al cargo del Glee  Club está atrapado en un matrimonio que no le permite realizarse profesionalmente ni como persona. Y cuando lo consigue, cuando se siente bien consigo mismo enseñando la grandeza de la música y el arte a sus chavales su propia mujer quiere apartarle: «No quiero que seas feliz. Nuestro matrimonio funciona porque tú no eres feliz contigo mismo«. «Desde que te encargas del Glee Club vas por ahí pensando que eres mejor que yo«. Muy extremo, ¿verdad? Pero qué ciertas son estas afirmaciones para muchas relaciones en las que la inseguridad de uno de los cónyuges resulta tóxica para la pareja.

O los protagonistas, Rachel y Finn, dos de los chicos del Club que se atraen y acaban teniendo una relación. También en este caso es ella, llena de inseguridades por no ser popular la que le echa en cara a él que no vuelva al equipo de fútbol porque el único motivo por el que su relación funciona es porque ambos son unos marginados. Gracias a la manera en la que evoluciona la relación, al final, realmente acabarán aportándose mucho el uno al otro.

En cualquier caso, como proclama uno de los ídolos de los chicos, Lady Gaga, acabaran aceptándose tal como son. Y queriéndose unos a otrosayudándose a aceptar sus diferencias. Porque la principal batalla del ser humano empieza por aprender a quererse a uno mismo, con sus virtudes y defectos. Y gracias al Glee Club, todos se atreven a ser quienes son, a abrazar sus diferencias y a permitirse soñar con vivir por y para el arte.

Muchos pensarán que es una visión muy ingenua de la realidad. Y puede que lo sea. Pero, me remito a la declaración de intenciones del final de la serie, que me pareció absolutamente fantástica: no eres mejor ni más inteligente por ver el mundo cómo es, con su maldad e intolerancia. No eres un idiota por ver las cosas cómo te gustarían que fueran. Al contrario, eres más valiente que los demás por atreverte a ver el mundo no como es, sino como tú querrías que fuera. Al fin y al cabo, seremos nosotros, los que nos atrevemos a soñar, los que cambiaremos el mundo para que sea un sitio mejor.

Rebecca, fantasmas del pasado y relaciones tóxicas

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Rebeca, Alfred Hitchcock, 1940
Es complicado desde la perspectiva actual hablar sobre Rebecca, la fabulosa novela de Daphne Du Maurier publicada en 1938 y adaptada por Alfred Hitchcock para la gran pantalla (Oscar a la mejor película en 1940). Aunque no hayamos conseguido la igualdad de géneros, desde luego las cosas han cambiado bastante desde los años 30. Aún así, creo que vale la pena dedicar un post a una de las relaciones románticas más tóxicas de la literatura.

Rebecca es la historia de una muchacha sin posibles que se enamora locamente de Maxim de Winter, un terrateniente inglés con mucho dinero, dueño y señor de una de las mansiones más famosas de la ficción de todos los tiempos, Manderley. Tal vez el principio de la novela sea uno de los mejores de todos los tiempos. ¿Quién no recuerda el fantástico…?

«Anoche soñé que había vuelto a Manderley. Me encontraba ante la verja del parque, pero durante algunos momentos no pude entrar. La puerta estaba cerrada con candado y cadena. Llamé en sueños al guarda, pero nadie me contestó…«
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Manderley

La obra está narrada en primera persona por la protagonista, la muchacha que se enamora de Maxim de Winter en Montecarlo durante unas vacaciones y que se convierte en su segunda esposa. Porque Maxim ya había estado casado antes, con la fascinante Rebecca. Una mujer fuerte, bellísima, inteligente y de la que escuchamos hablar durante todo el libro. Una de las cosas que más fascina de esta novela es que Rebecca, estando muerta, es la protagonista absoluta de la narración.

Queremos saber más de ella, porque la protagonista, la segunda mujer de Maxim, está obsesionada con ella. Si os adentráis en sus páginas y llegáis al final de este libro, quizás una de las cosas más fascinantes es que NUNCA llegaréis a saber el nombre de la protagonista. Y lo más impactante es que no te das cuenta, no eres consciente de que no sabes el nombre de esa muchacha que va relatando su historia y no necesitas saberlo porque ella es tan insignificante, tan poca cosa, que te da igual, porque al fin y al cabo, la que importa es la fascinante Rebecca, la primera esposa, la primera señora de Winter. (Cuidado con este enlace, spoilers de la historia) Pero vamos al meollo de la relación. Durante la estancia en Montecarlo de nuestra protagonista, una dama de compañía de una señora mayor, entrometida y chismosa, se encuentran por casualidad con un apuesto viudo, el señor de Winter. Maxim, ese es su nombre, es un soltero codiciado por su riqueza y su posición social pero todo el mundo es consciente de que está destrozado por haber perdido a esa maravillosa criatura que era su primera esposa, Rebecca.

Por casualidades de la vida, la protagonista y Maxim acaban compartiendo veladas y excursiones en secreto, y cuando ella tiene que partir a América, para acompañar a la señora de la que depende, Maxim decide proponerle matrimonio.

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Laurence Olivier y Joan Fontaine en la película

Tras varias lecturas puedo afirmar que uno de los principales problemas de esta nueva relación, de este segundo matrimonio es la falta total de comunicación entre ambos. El segundo problema gravísimo reside en la completa falta de autoestima de la protagonista, que se infravalora hasta extremos inconcebibles, y la incapacidad de Maxim de mostrar el mínimo afecto por su nueva esposa. Como vamos descubriendo a lo largo de la novela, ella se tortura por no llegarle a Rebecca ni a la suela de los zapatos (según su visión) mientras que su marido se muestra totalmente hermético e incapaz de decir una palabra sobre su anterior relación.

Nuestra protagonista llega a Manderley, la intimidante mansión de los de Winter, sin tener ni idea de cómo encargarse de gestionar la propiedad ni los quehaceres diarios de la dueña de semejante caserón. Ella se siente intimidada por todos, por su marido, por su nueva cuñada e incluso por los criados. Esta percepción de no merecer ser amada ni tenida en consideración se acentúa a causa del ama de llaves, que gobierna la casa, la también fascinante señora Danvers, que conoció y crió a Rebecca, la primera señora De Winter, y que conserva la casa como un mausoleo, un museo dedicado al recuerdo de la inolvidable Rebecca. El carácter tímido y apocado de la protagonista se ve aún más castigado cuando tiene que lidiar con la autoritaria señora Davers, que siente auténtica devoción su primera ama, y por su marido, quien también parece vivir de los recuerdos del pasado.

Annex - Fontaine, Joan (Rebecca)_02
La terrible señora Danvers y la protagonista

En definitiva, Rebecca es una novela que, aunque llevado al extremo, nos muestra un problema muy actual: cómo convivir con el fantasma delas relaciones anteriores de nuestras parejas. El hermetismo que rodea a la amada, a la primera esposa, a la anterior relación; la incapacidad de comunicarse entre ellos y la negativa de él a hablar sobre el tema van creando un muralla que cada vez les aleja más. No estoy diciendo que tengamos que explicar con pelos y señales nuestras relaciones anteriores, pero desde luego la negativa a hablar de ellas es mucho menos sana. Es una cuestión que debería de tratarse con normalidad y esta normalización es la que permite que sigamos adelante con esa nueva persona que amamos.

El otro aspecto que merece la pena comentar sobre esta relación es cómo la protagonista depende totalmente de su pareja, no solo económicamente y por su posición social, sino porque mendiga afecto, es incapaz de valorarse a sí misma y no se siente merecedora de amor, de respeto, de ser tratada como una igual. No quisiera dar lecciones sobre cómo deben de ser las relaciones amorosas, pero desde luego, si eres incapaz de apreciarte a ti misma, si ni siquiera tú sabes valorarte, es imposible que los demás lo hagan.
Creo que es una reflexión que muchas personas deberían hacerse. ¿Es tóxica mi relación? Pregúntate esto: ¿te sientes valorada? ¿Crees que tu pareja te respeta y te ama? Pero no como parte de la vida que compartís, sino como individuo. Si la respuesta es no, tal vez deberías plantearte algunas cosas. Una relación sana se basa en el respeto entre dos personas, dos personas que se quieren pero que también se quieren y se respetan a sí mismas.

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Maxim de Winter y su segunda esposa

Si no te aprecias y te aceptas tal y como eres, si te machacas tanto que te hundes como persona, si sientes que te falta autoestima lo más probable es que no estés preparada o preparado para compartir tu vida con una persona. Solo cuando nos aceptamos con nuestros defectos y nuestras virtudes, cuando entendemos que  podemos aportar mucho a otras personas, somos capaces de mantener una relación sana en la que ninguna de las partes resulte dañada. Si queréis ver un caso extremo, os  recomiendo la lectura de Rebecca. Una fascinante historia donde nada es lo que parece. Y no diré más, para no fastidiaros la que para mí es una de las mejores novelas que he leído.

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