Fabiana querida: Quiero pedirte perdón. Pedirte perdón e intentar explicarme. Nacimos en el país de las mujeres bellas,el país de las misses. Donde la apariencia lo era todo. La mitad de mis colegas, mis primas, mis vecinas, la mayoría se habían hecho las tetas. Tú me preguntarás: «¿Qué es hacerse las tetas, mami?». Y yo te diré: «Pues ir a un médico para que te cobre por dormirte (y que así no sientas nada) y, con un cuchillo muy afilado, abra un hueco en cada teta y meta allí unas bolsitas llenas de un líquido. Y así las tetas son más grandes y vencen la ley de la gravedad». Llevo toda una vida viendo tetas como toronjas (¿Cómo las llamas tú? ¿Pomelos?), mujeres de 60 sin patas de gallo al sonreír, chicas de 20 sin expresión emocional en rostros llenos de Botox. Vengo del mundo de la imagen y siempre he intentado respetar las elecciones de cada quien: “Sororidad”, me digo, cuando siento que voy a criticar lo que yo considero una conducta banal, pero tengo que confesarte que me cuesta mucho. Me cuesta mucho todo. Me costaba no preocuparme por las estudiantes que llegaban tarde a clase, pero se habían despertado a las 5 a. m. para plancharse el cabello y ponerse dos kilos de maquillaje. Me costaba mucho no llorar a los niños cuya madre había muerto durante una cirugía estética electiva. Me costaba no decir que la baja autoestima hacía a algunos hombres creer que iban a levantar más por tener la camioneta de última moda; y, cuando la compraban, efectivamente levantaban más chicas. Me hiere la tiranía de la imagen. Ahora, en España, no soporto cuando un funcionario oye mi acento por teléfono y no sólo me pregunta si soy venezolana, sino también si soy guapa. ¿Qué llama guapa? ¿Por qué es relevante que yo sea o no guapa, si lo estoy llamando por trabajo? Te quiero decir un secreto: creo que vivimos en sociedades donde nos ponen difícil eso de amarnos a nosotrxs mismxs tal y como somos.
Te quiero decir un secreto: creo que vivimos en sociedades donde nos ponen difícil eso de amarnos a nosotrxs mismxs tal y como somos. Clic para tuitear Me cuesta mucho todo. Me cuesta también dejar de ver la apariencia de las personas que me rodean, o elegir criticar menos la propia. Me cuesta tener los labios sin pintar, lo sabes, te da risa cuando saco el pintalabios después de comer. Y me ha costado respetarte, hija hermosa, aunque no puedo decir que no lo he intentado. Y te pido perdón, porque tardé mucho en decirte lo que ayer te dije; en escuchar lo que me tenías que decir. Hija querida, gracias por decírmelo: “Mami, a mí me gusta ser niña, y no es que no quiera comprar ropa, pero es que no me gusta este lado donde todo es rosado”. “Mami, es que para ver la ropa que me gusta tengo que disimular como si fuera para mis primos, y así la gente no me mira mal”. Tardé mucho en decírtelo, y por eso me disculpo, pero ayer por fin te lo dije: “A la mierda la gente, vamos a comprar la ropa que tú quieras, y si te miran, que te miren”. Es verdad que ya lo habíamos ido haciendo, que desde pequeñita jugabas con el Beyblade y los cochecitos Hot Wheels. Que el rosado fue desapareciendo de tu guardarropa, que siempre has podido elegir. Que cuando me llamaron del cole horrorizados porque eras la única niña que quería jugar al fútbol, les respondí que eso te iba a hacer la mejor jugadora del cole. Es verdad todo eso. Pero también es verdad que pude haber mandado a todos a la mierda mucho antes, y no lo había hecho. Así que, mi fabulosa Fabi, hoy grito, por ti, por mí, por todxs: “¡Eres niña, eres hermosa, puedes vestirte y jugar como quieras! ¿Y las misses…? Las misses también pueden vestirse y jugar como ellas quieran”.
Tu mami que te ama y te agradece todas tus enseñanzas.
Nacida en Caracas (Venezuela), se ha dedicado a la literatura, la formación y al fomento de la lecto-escritura desde joven. Es Licenciada en Psicología (Magna Cum Laude), Licenciada en Letras y Magister en Estudios Literarios, titulaciones obtenidas en la Universidad Central de Venezuela. Ha escrito cuentos, novelas, poemas, monólogos, obras de teatro; sin embargo, nunca ha publicado. En el año 2016 se muda con toda su familia a Madrid. Este proceso migratorio ha tenido varios efectos en su vida, entre ellos, que Verónica haya decidido dedicarse definitivamente a la escritura y a la publicación de sus textos.
*Nota: este texto se enmarca en el I Concurso Literario «Parece amor, pero no lo es». Ha sido seleccionado como finalista por parte del jurado porque creemos que puede ser interesante para un debate en torno a la construcción de relaciones amorosas más sanas. No coincide necesariamente con la opinión de las personas que integran el jurado o la coordinación de Parece amor, pero no lo es. Si tienes algún comentario, no dudes en dejarlo debajo de este artículo. ¡Todo debate respetuoso es más que bienvenido!
Llevo días preguntándome cómo llegan a influir los estereotipos de género en nuestras relaciones, especialmente las de pareja, y cómo estos estereotipos introducen dinámicas tóxicas. Parece algo obvio y simple, pero tras esta idea se esconden numerosas frustraciones, complejos, miedos y dinámicas de violencia que dinamitan relaciones y causan sufrimiento.
Es cierto que mujeres y hombres hemos aprendido que nuestro papel en la sociedad es distinto, son siglos de cultura patriarcal sobre nuestras espaldas que no podemos hacer desaparecer de repente. Esto requiere mucho trabajo para desaprender todas nuestras conductas y crear nuevas dinámicas más sanas e igualitarias. Es dinamitar la manera de relacionarnos, de pensar, de amar, y ello requiere un arduo trabajo interno y con el resto del mundo. La cuestión es que la teoría es muy fácil, ¿quién quiere tener una relación tóxica? Pero a la hora de la verdad todos los comportamientos heredados de nuestra educación y cultura pueden dar lugar a que nuestras relaciones se conviertan en un elemento dañino en nuestras vidas. Entender qué sucede es fundamental para poder cambiarlo.
Se podrían identificar estos comportamientos en cualquier representación cultural del amor romántico. Los hombres se muestran fríos, emocionalmente distantes y parcos en palabras, en cambio las mujeres somos parlanchinas y emocionalmente inestables. Como digo, se trata de representaciones socialmente construidas. No es que los hombres sean emocionalmente distantes y las seamos mujeres emocionalmente inestables por naturaleza. Además, estos rasgos se representan de una manera exagerada y, poco a poco, la representación influye en la realidad y viceversa. La buena noticia es que estos estereotipos pueden cambiarse.
Uno de los puntos donde más parece que diferimos hombres y mujeres, o al menos esa es mi experiencia, es el tema de la comunicación. Es cierto que nosotras tenemos mayor facilidad para expresar emociones y sentimientos —no hay más que hablar con mujeres para darte cuenta de ello— mientras que si te juntas con ellos la parte emocional de su vida apenas aparece. Este problema puede parecer sacado del argumento de Sexo en Nueva York, pero a la hora de establecer relaciones puede ser un problema. Evitar tener ciertas conversaciones o expresar sentimientos dificulta que la gente de nuestro entorno entienda qué nos sucede. ¿Quién no se ha montado una película merecedora de un Oscar imaginando lo que sucede en la cabeza de nuestra pareja? Hablar permite entender lo que la otra persona quiere y necesita, ayudándonos a saber qué posición tomar dentro de la situación.
Imagen de Monstruo Espagueti. Para comunicar es necesario hacerlo de manera que se busque el entendimiento de nuestro interlocutor. Esto no es algo fácil, para nada, requiere mucho trabajo previo.
Otro de los aspectos que he visto que se están generalizando es la idea de “las tías guays”. ¿Qué es una tía guay? Es una mujer, guapa, joven y delgada —por supuesto—, divertida, atrevida y algo alocada. Desde mi punto de vista es una imagen profundamente masculina de lo que tiene que ser una mujer: ser complaciente, en todos los sentidos, que solo quiera pasárselo bien, nada de problemas. No es de esas chicas aburridas que hablan de sus sentimientos y que tienen preocupaciones. Es lo que siempre, a través del cine sobre todo, se ha representado en un hombre pero en el cuerpo de una treintañera de talla 34. Pensaba que esta imagen de mujer perfecta era solo eso, una imagen, pero hablando con amigas (de verdad que nuestras charlas son terapéuticas) me di cuenta de que no. La idea de que una mujer tiene que ser perfecta está grabada en la mente masculina.
Llegados a este punto hay que hablar de gestión de emociones y de cuidados. Las mujeres hemos sido y somos las mamás de la Tierra, siempre preocupándonos por el resto, escuchando, queriendo, cuidando. Para ser perfecta hay que cuidar a los demás de manera altruista y con una gran sonrisa. Esto, por desgracia, también lo tenemos presente en nuestra cabeza dando lugar a un nivel de autoexigencia muy peligroso (no voy a hablar de los trastornos que desencadena esto porque no acabo el post). El problema viene cuando nos ponemos a nosotras por delante o cuando no tenemos la capacidad para ello. Nadie quiere una mujer triste, angustiada o estresada. Eso no es sexy. Esos momentos de bajón que todo el mundo tiene a nosotras nos pueden convertir en un coñazo (nótese el machismo y la transmisoginia).
Nosotras somos como flores, somos bonitas hasta que nos marchitamos.
Esto está íntimamente ligado a la gestión de emociones. Nosotras somos unas locas del c*** (nótese, de nuevo, la transmisoginia y el capacitismo de la expresión) con nuestras subidas y bajadas emocionales. Si estás arriba, genial, pero cuando atravesamos una racha mala: «Tía, te has vuelto un muermo». En cambio ellos siempre están bien, ¿no? Mentira y bien gorda. Se nos educa desde la cuna para gestionar las emociones de manera distinta, o directamente no se nos enseña a ello. Con esto me refiero al típico “los chicos no lloran”. Claro que lo hacen, y deberían hacerlo más, he aquí un gran trabajo a hacer por parte del género masculino para construir una nueva forma de gestionar, ACEPTAR y COMUNICAR las emociones. Esta descompensación a la hora de trabajar las emociones dificulta las relaciones, ya que por un lado a nosotras se nos ve como inestables y a ellos como distantes.
Otro de los puntos fuertes de las relaciones de pareja es la codependencia que se genera. Nosotras somos dependientes porque se nos ha enseñado a serlo y ellos son los que nos tienen que salvar. Sin embargo, los cuentos de princesas frágiles que necesitan ser rescatadas solo fomentan la toxicidad. No se puede salvar a nadie, por muy jodide que esté. Esta idea fomenta una idea nociva en la que una depende del otro, de manera que nosotras dejamos la responsabilidad al otro, que, si no puede salvarnos, se sentirá inútil por ello. Acompañar a la otra persona en los malos momentos sin pretender ser quien la saque del lodo, así como entender que no somos princesas que requieran de un príncipe azul para resolver sus vidas, es necesario para crear nuevos modelos relacionales en los que seamos más iguales.
Puede parecer que los estereotipos de género son manejables y que no tienen tanta influencia, y puede que así sea; sin embargo, los hemos interiorizado a través de la cultura y las personas que nos rodean, por lo que deshacernos de todo esto no es sencillo. Aun así hay que intentarlo para dinamitar las dinámicas tóxicas que se forman dentro de las relaciones para evitar malentendidos que dan lugar a situaciones dolorosas.
Construir relaciones más sanas pasa por acabar con los estereotipos de género.
María (y casi todas): sobre «María (y los demás)», de Nely Reguera
(Atención lector/a, este post contiene SPOILERS de la película).
María podríamos ser todas en algún momento de nuestras vidas. Y los demás son aquellas personas que están alrededor: la familia, los amigos, los compañeros o los conocidos con los que se comparten los días. Personas que, aunque físicamente estén cerca, no siempre pueden entenderla.
Cartel de la película «María (y los demás)»
Los demás quieren que María les escuche. Pero ella siente que su momento nunca termina de llegar. María ha cuidado de su padre enfermo durante meses, o quizás puede que haya sido más tiempo. Desde que tenía quince años, exactamente, que es cuando murió su madre. Y es que ella tiene dos hermanos que a veces le dicen que la quieren efusivamente y que le cantan el Como yo te amo de Rocío Jurado, pero que se desentienden cuando se trata de compartir tareas y cuidados o la llaman histérica cuando se le ocurre protestar, que no creen en sus capacidades lo más mínimo, a pesar de que lo hace casi todo.
Ahora su padre se ha recuperado y va a casarse con Cachita, su enfermera. Y María no puede tener sororidad hacia Cachita porque ella no la tiene hacia María.
Tampoco María puede conectar con sus amigas cuando le hablan de lo bueno de la vida, de todas esas cosas que ella no tiene. O con la joven y exitosa escritora que presenta su nueva novela en la editorial en la que ella trabaja. En esos casos, María siente una profunda rabia.
María es estricta consigo misma, pero deja los zapatos tirados por la habitación y las carpetas desperdigadas por el escritorio del ordenador. Y con la cabeza desorganizada, durante las noches, busca un final para la novela que no consigue acabar.
María tratando de acabar su novela
María tiene un amante que es un capullo, que no la valora, que exige demasiado mientras se desentiende de casi todo, que desaparece cuando le da la gana y que la manipula sentimentalmente. Un amante que solo la llama para tener sexo. Siempre el tipo de sexo que él quiere tener. Y ni hablar de lo que María quiere o le apetece o siente. Ella se pone feliz cuando recibe un poco de atención de este amante. Cuando, después de horas esperando, le contesta un WhatsApp. Entonces tararea canciones y sonríe durante el resto del día. Porque sabe que, aunque esté fastidiada, estando con él se aferra a lo que las normas sociales marcan para una chica de su edad. Por eso, cuando su familia le pregunta con quién va a ir a la boda de su padre, ella dice que con su novio.
Y es que a María, al igual que a Amélie Poulain, se le escapan las oportunidades por no enfrentarse a la realidad y perderse en el artificio. Se le escapa la novela, se le escapa la felicidad, se le escapan los treinta y cinco y la fuerza para mandar a paseo a los hombres egoístas que hay a su alrededor. Hasta ella parece querer escaparse de su propia vida cuando la vemos correr por la calle de un lugar a otro en algunas escenas.
Y yo, que llego cerca de un año tarde a esta película, tengo que agradecerle a Nely Reguera que haya dirigido un largometraje tan cuajado de detalles y matices como María (y los demás). Porque no está de más que nos recuerden que la realidad no se compone por personas esencial y arquetípicamente malas o buenas: todos oscilamos entre una amplia gama de grises. Como María, que se sorprende a sí misma observando impasible cómo Cachita se ahoga en el mar justo antes de tirarse a por ella al agua.
Hacen mucha falta películas que pongan bajo el microscopio las historias que narran. Que hablen de que perderse es normal, que nos muestren a mujeres que tienen dificultades, que están en encrucijadas, que pelean y que todos los días se atreven, a pesar de los demás, a pesar del contexto que las acompaña. Estas historias son más importantes, interesantes y necesarias de lo que solemos pensar.
Hoy me gustaría dedicar este post a todas las madres, especialmente a la mía. En mi experiencia personal no me he dado cuenta del trabajo no pagado y no valorado que realizan las madres a diario, hasta que me he independizado. Un trabajo restado de su tiempo de ocio, en parte por la horrorosa cuasi-inexistencia de la conciliación laboral y personal, pero en eso no me voy a meter que da para dos o tres artículos más y muchas barbaridades que no debo decir.
Tradicionalmente, las mujeres siempre nos hemos dedicado a los trabajos de cuidados, no por razones biológicas —no os dejéis engañar—, sino por simple supervivencia de los bebés, ya que dependen de un adulto durante un largo periodo de tiempo en comparación con el resto de los mamíferos. Y qué mejor que las mujeres para tal tarea, ¿verdad?
El amor es lo más importante y requiere entrega total
Ese es uno de los axiomas del amor romántico del que hoy quiero hablaros. La referencia que tiene una misma de la propia existencia personal se elimina para convertirse en algo completamente dependiente de la pareja: no eres nadie sin tu media naranja. Si después de creerte todo eso encima tienes hijos, ya es el summum de la desintegración personal, y es que ya no eres ni media naranja, eres un gajo como mucho.
El amor romántico es la herramienta omnipotente y omnipresente para someter a las mujeres
Efectivamente como dijo el machirulo Nietzsche, Dios ha muerto, pero en su lugar siempre ha estado el patriarcado. Lo que me pregunto ahora es: en las “sociedades formalmente igualitarias”, como dice la grandísima Ana de Miguel, ¿por qué el amor romántico invita a las mujeres, de manera sutil —o no tanto—, a dejarlo todo por amor? Lo curioso es que no lo dejamos todo realmente, solo dejamos lo que nos gusta hacer, nuestra profesión, nuestros amigos… y, por el camino, a nosotras mismas.
Hablo de mis padres porque es lo que conozco, y porque esto lo escribo como hija de una madre que tuvo que dejar sus sueños para trabajar al lado de su marido y cuidar de sus hijos. Ambos son hijos sanos del patriarcado, mi madre está alienada y mi padre es el prototipo de machirulo (menos mal que sé que no lo va a leer). Tras años de rebelión y de concienciación, el camino feminista me ha llevado a un estado de autoconciencia de la lucha contra el patriarcado que personalmente me hace sentir muy orgullosa. Sin embargo, me ha tocado irme de casa para darme cuenta de las muchas horas que ha dado mi madre por mí quitándoselas a ella misma.
Efectivamente, lo dejó todo.
Madre e hija via: https://morguefile.com/search/morguefile/17/mother%20bike/pop
Su negocio, su casa, sus amigos… Porque claro, después de 25 años casados es inconcebible que tengan amigos propios; de hecho si mi padre se entera de que algún amigo común habla con ella por WhatsApp se monta la de Dios es Cristo. Lo curioso es que la alienación de mi propia madre dentro de su burbuja de amor romántico consigue que lo vea como un gesto excepcionalmente bonito y, finalmente, que ella acabe haciendo lo mismo con él. Comen juntos, beben juntos, duermen juntos y no cagan juntos porque solo hay un váter, pero no os preocupéis que lo hacen con la puerta abierta.
Mi madre tuvo que ir sola a las ecografías, sola al paritorio y estuvo sola en su recuperación, que realmente duró tres días porque al cuarto tuvo que ir a casa a poner lavadoras y a trabajar. Porque otro tema, además, son las mujeres autónomas, que también da para decir muchas barbaridades. Eso es simplemente un ejemplo de todas las tareas que realiza diariamente, que ella jura que le gustan, pero que le ha tocado hacer sin intervención alguna de sus propios deseos. Al fin y al cabo, te casas y tienes que cuidar de tu familia y tu casa, porque si no vaya mierda de mujer eres, que no vales ni para limpiar.
El contrato que se firma con el matrimonio para hacer perdurar las relaciones de amor romántico no es más que una herramienta para controlar el tiempo de la mujer, un tiempo que podríamos dedicar a derribar un sistema social que nos oprime con creencias falsas como que lo tienes que hacer todo por tu pareja y, si no, eres un fracaso; ideas como que tienes que cuidar de tus hijos, educarles, ayudarles a hacer los deberes y hasta hacerles la cama. Una vez te casas, dejas de ser mujer para ser madre y esposa.
Estatua de madre e hija via https://morguefile.com/search/morguefile/17/mother%20statue/pop
La cama la tienen hecha los hombres por nosotras, mujeres trabajadoras que día a día hacemos por mejorar la vida de los demás sin importar la nuestra. Madres, esto va para vosotras, gracias. Gracias por querernos y cuidarnos, gracias por luchar con todo el peso del patriarcado que lleváis a las espaldas.
Vosotras nos estáis inspirando y nosotras nos estamos liberando
* También va por ti space mom; siempre estarás en nuestros corazones, Carrie.
Star Wars no se hizo para mí. Nací en los 90, de padres suburbanos a los que la trilogía original les pilló mayores. Además nací en los 90 siendo una niña, así que no consideraron que La guerra de las galaxias fuera algo interesante para mí. De ti escuché hablar cuando salió la trilogía del 2000, pero sólo de tus peinados y tu traje blanco. No me sentí identificada con tu imagen, pero por mucho empeño que pusiera Padme mucho menos con ella. La trilogía del 2000 me pareció blanda, predecible, un blockbuster más.
Ojalá te hubiera conocido antes de los 10 años. Te hubiera amado-odiado a partes iguales. Tu valentía, tu arrojo, tu amor con Han Solo a regañadientes, tu «lo sé» burlón. Me hubiera imaginado siendo tu rival, tu amiga. Siendo tú.
Haberte descubierto a los 20 también ha sido una suerte. Aunque iba ya curtida de cine de autor pero también de mucho peliculón hollywoodiense, Star Wars me absorbió completamente. La forma de aunar culturas de George Lucas, su inspiración en la mitología y en el trabajo de Joseph Campbell sobre ella y, por qué no, que en 1979 hubiera una mujer autosuficiente y guerrera (aunque princesa) es fascinante. Creo que por eso me dolió tanto leer en un análisis de Star Wars desde el punto de vista del viaje del héroe que eras un acompañante masculino, literalmente según el texto, una tomboy.
Porque no, no eres la Princesa Leia. Como dice Anne Thériault no debes ser recordada como una princesa, sino como una general.
Leí la carta que Carrie Fisher te escribió. En ella habla de ti como del retrato de Dorian Gray, tú resplandeciente y blanca y ella envejeciendo e hinchándose. Pero, afortunadamente, pudo volver a interpretarte, porque sin Carrie Fisher quizás tú serías una anécdota.
Cuando fui a ver El despertar de la fuerza me retorcía los dedos buscando palomitas, pensando en si esta sería la puñalada final a la saga después de que la trilogía del 2000 la dejara agonizando. No fue así. Y no fue así, entre otros motivos, por ti.
Tú siempre has sido el corazón de la Rebelión. Con unos orígenes por un lado reales y por el otro lado perturbadores, fuiste capaz de seguir tus propias decisiones. En vez de dar tumbos de un lado a otro de la galaxia, fuiste fiel a tus ideales, a la rebelión. A diferencia de Luke, al que cada perturbación de la Fuerza le hacía cometer imprudencias arriesgadas, tú te mantuviste impasible. También sentías la Fuerza, pero sentías que la Rebelión valía más.
Leia y Han Solo en una escena de El imperio contraataca vía Giphy
Y en El despertar de la fuerza se ve a la mujer hinchada y mayor que describe Carrie Fisher. Esa mujer que cuadra igualmente con la vida de Fisher que con la vida de una mujer cuyo hijo se ha vuelto lo que ella más podía temer, cuya relación de amor terminó, pero lo más importante: que fue dejada sola ante las circunstancias. Tanto Han Solo como Luke decidieron desentenderse del problema, cada uno a su manera.
Tú no. Tú retomaste las armas y te dispusiste a ser lo que siempre has sido: una líder. No puedo más que dar gracias a Carrie Fisher por habernos mostrado la evolución de Leia, la misma mujer fuerte y decidida que abraza con cariño y protección a la nueva generación de mujeres que se disponen a emprender la lucha. Porque sabe que no es fácil, pero que huir no es una actitud posible.
Algunos románticos dicen que la partida de Han te hizo irte. Cualquiera que te conozca mínimamente sabe que no es cierto. Cualquiera que te conozca sabría que, por mucho dolor que te supusiera, hubieras seguido siendo la líder de tu pueblo, no porque fuera lo que ellos necesitaban, sino porque era lo que tú querías. Tu papel terminó como termina el de Yoda, o el de Obi-Wan Kenobi; aquellos que saben que ya han cumplido un ciclo y necesitan descansar. Creo que en el episodio VIII haces un papelón, y estoy deseando verte, aunque sepa que vaya a ser la despedida final. Sin embargo, siempre te veré, ya sea como la princesa con moño de fallera o la general con ojeras marcadas. Me da igual, porque sé que siempre estarás. Lo maravilloso de la Fuerza es que nunca te has ido del todo.
Gracias por todo, Carrie Fisher. Gracias por todo, General Organa.
No conozco la autoría de este fantástico gif, si alguien lo conoce estaré encantada de citarle.
Cualquiera habría pensado que la cosa quedaría ahí, en la denuncia de un hecho incuestionable: las mujeres vienen recibiendo, históricamente, muchos menos premios Nobel que los hombres. Algo así como media mujer por cada 10 hombres.
Mujeres y hombres premiados con el Nobel vía Sin Embargo
Pero la cosa, por supuesto, no quedó ahí: Twitter se incendió con las respuestas al mencionado tweet, con comentarios a cada cual más desagradable. Que es una paranoia pensar que dan los Nobel en función de tu sexo, que si es que hay que dar los premios a quienes no se los merecen sólo por mantener la equidady no por la calidad de su trabajo, que a ver, qué mujeres se merecían más el premio que los propios premiados…
Aunque no lo creáis, vivimos en un sistema que, históricamente, se ha encargado de invisibilizar a las mujeres y sí, este sistema tiene preferencia por premiar a los hombres. Por premiar, siendo más exacta, a quienes se ajustan a la normatividad, discriminando a quienes no lo hacen. Esto incluye «publicitar» para bien las figuras de hombres más que las de mujeres. Por eso no eres capaz de mencionar 10 mujeres deportistas, 10 mujeres artistas y 10 mujeres científicas de carrerilla, pero sí eres capaz de hacerlo con hombres. Y por eso es tan importante rescatar referentes históricos femeninos. Porque haberlos, haylos.
Las cosas han cambiado en cierta medida en los últimos años: ya no queda tan bien decir abiertamente que las mujeres somos tontas o estamos locas así, en general. Por eso el gráfico ha variado un poco y, en los últimos 34 años, 30 mujeres han recibido el Nobel, mientras que en 79 años lo recibieron 19 mujeres. Pero la brecha sigue siendo intolerable.
Evolución del número de mujeres premiadas a lo largo de la historia vía Fortune
Y es que, cuando denunciamos que no se conceden premios Nobel a mujeres, precisamente lo que decimos es que hay una estructura en forma de embudo que hace que, en España, en muchos ámbitos haya más mujeres licenciadas, pero sólo un 40% de profesoras, un 20% de catedráticas y una rectora. Está claro que históricamente ha habido un mayor acceso a la educación por parte de hombres (porque se nos ha discriminado, no por otra cosa), y eso lo seguimos arrastrando. Pero en el hecho de que haya pocas mujeres en altos cargos, premiadas o simplemente reconocidas influyen muchas otras dinámicas que tienen que ver no con nuestras capacidades biológicas sino con una socialización profundamente desigual.
A las mujeres nos enseñan a callar y nos llaman histéricas cuando replicamos; no nos enseñan a tener capacidad de negociación, a reclamar lo que nos corresponde o a «echarle morro» como a nuestros compañeros varones, por lo que muchas no conseguimos un ascenso o un aumento de sueldo; si tratamos de exponer nuestro punto de vista o destacamos, somos unas «marimacho» o unas «mandonas». Y, sin duda, se nos sigue invisibilizando sobremanera en áreas en las que valemos tanto o más que los hombres. Recuerdo un taller sobre feminismos donde todos los ponentes eran hombres. ¿De verdad no había ninguna mujer que pudiera hablar sobre el tema?
Cuando denunciamos que no hay mujeres que reciban el premio Nobel estamos denunciando este embudo y todas las dinámicas que subyacen. Las cosas están cambiando, sí, pero muy lentamente, y por eso es necesario seguir reivindicando una mayor igualdad y reconocimiento de las mujeres. No se trata de dar el premio a quien «no lo merezca» (de esto podríamos hablar también, pero es otro tema…). Se trata de poner de relieve que hay muchas mujeres que merecen o han merecido el Nobel y son o han sido invisibilizadas. Se trata de remarcar que muchas de las mujeres que llegan lejos lo han tenido mucho más difícil que los hombres que llegan a ese mismo punto.
Porque también se trata de remarcar que muchas mujeres no llegarán a conseguir el Nobel porque se quedarán por el camino. Dejarán sus carreras de lado por tener que volcarse en los cuidados (tareas que recaen de manera abrumadoramente mayoritaria en las mujeres y siguen sin valorarse) o serán menospreciadas por su género. Tendrán más dificultades para recibir financiación, para publicar, o simplemente serán desalentadas en su día a día. Oirán desde pequeñas que la ciencia no es para chicas, sus compañeros de laboratorio se reirán de ellas, harán «chistes inocentes«. Y al final se quedarán en alguno de los escalones de su carrera. Por cualquiera de estas razones y probablemente por muchas más.
En resumen: con todos esos comentarios machistas, con la negación de un sistema que penaliza a las mujeres (el patriarcado), estáis celebrando una estructura que impide que muchas mujeres lleguen a ser premios Nobel. Estáis matando a las futuras premio Nobel.
Leo con estupor, rabia y una infinita tristeza la columna de Elvira Lindo «Coño, esa palabra de moda«. Con estupor, porque realmente me sorprende que una persona inteligente, como ella misma se define, con capacidad crítica, como yo le atribuía a fuerza de leerla durante estos años, y con capacidad de defenderse de «patosos», que ella llama, considere que realmente lo más relevante de un «determinado tipo de feminismo» (no nos explica cuál, pero me encantaría saberlo) sea el uso de una palabra que ella misma dice que utiliza con frecuencia. Con rabia, porque lo atribuye a la «necesidad de llamar la atención», como si no fuera plenamente legítimo llamar la atención tanto sobre el feminismo como sobre el coño en sí, cuando no lo conocemos en absoluto (ni el movimiento ni el coño. Lo uno se ve claramente leyendo su columna. Lo otro se ve también bastante claro en este maravilloso capítulo de Orange is the New Black, donde es precisamente el personaje trans el que viene a explicar cómo es un coño, porque las demás reclusas no parecen haber pensado lo más mínimo en el suyo). Con infinita tristeza, porque es de esas ocasiones en las que lo personal se mezcla con lo político (si es que alguna vez no lo hace) y conforme avanzo en la lectura se me remueven todos los encontronazos con «patosos», violadores y asesinos que yo misma he pasado, y pienso en que los vivo desde el privilegio (de mujer cis, blanca, europea, con estudios superiores, con ingresos propios) y no puedo soportar pensar qué habrán sentido quienes lean esto desde otros puntos menos favorecidos. Y porque me doy cuenta de que no importa lo inteligente, crítica, fuerte que sea una persona, mujer para más inri: sigue habiendo por ahí demasiadas personas que se empeñan en no entender nada, y que además presumen de ello desde su pedestal de los miles de lectores.
Stephanie Sarley, The fruits of art
Lo que nos sale del coño
Vamos a empezar por el principio. Lindo asegura que «hay mujeres que han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra ‘coño’ como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, ‘polla'». No sé a qué clase de mujeres conoce, y desde luego no coinciden con las que he conocido yo, pero me parece interesante que no sea consciente de lo paradójica que es su queja. Para empezar, porque titula un artículo arrancando con la palabra «coño», lo que le garantiza muchas más visitas que de ordinario sin que lo necesite en absoluto (otra cosa es lo que crea su equipo editorial, por supuesto), quejándose de que esta sirva para llamar la atención. Para seguir, porque ve que no hay igualdad en la reclamación de que el coño sea idéntico a la polla en su capacidad de llamar la atención, manifestando al mismo tiempo que no es idéntico. Y no, lamento que no lo sea.
Las personas con vagina seguimos sin tener una relación sana y normal con nuestro cuerpo porque la formación con respecto a nuestros genitales está marcadamente sesgada desde la educación primaria. Si bien se explica con todo lujo de detalles cómo funciona el placer masculino, el clítoris sigue siendo el gran excluido de los libros de texto, por aquello de que no tiene una finalidad meramente reproductiva. Esto conduce a que las personas con vagina capaces de eyacular crean que tienen un problema; pero yéndonos más a la cotidianidad, conduce también a que las mujeres sigan sin saber cuántos agujeros tiene su vulva, a que los angloparlantes no distingan la misma de la vagina (nosotros, con el mucho menos fino «coño», pues es un problema que nos ahorramos), a que no consideremos que nuestro placer forma parte de la relación sexual, a mitos como el de que la virginidad sólo se pierde a través de la penetración y a un sinfín de malentendidos y desconexiones corporales.
Porque nuestros coños, parece ser, sólo están destinados a la reproducción. Así nos lo recuerdan las leyes, que se atreven a opinar sobre qué tiene que salir o dejar de salir de ellos; las noticias, que nos indican que somos nosotras quienes usamos mal los preservativos (curioso cómo la responsabilidad del embarazo no deseado es nuestra pero la decisión de qué hacer con él no tanto); los hombres que nos recuerdan cuando salimos a la calle cómo de sexualmente atractivas les resultamos. ¿Es más o menos escandaloso que a las menores de edad las llamen «chochitos» a que una actriz porno hable de su coño como herramienta de trabajo? ¿O que un periodista publique «traviesamente» el estado de las ingles de la fallera mayor cuando ella entiende mal una pregunta en una entrevista? ¿Por qué somos las únicas que no podemos mencionar nuestros genitales?
Las guardianas de las buenas costumbres
Y es que parece que seguimos siendo nosotras aquellas en quienes recae la responsabilidad de mantener el recato, de usar un lenguaje menos soez, de ser más cerebrales y menos hormonales. Muy curioso eso, cuando es precisamente a nosotras a quienes se nos llama histéricas (que, claro, viene de útero, no de coño, y es mucho más fino) cuando manifestamos unas emociones que a los hombres les educan a no manifestar en público. Uno de los motivos que hace que su forma de expresar lo que sienten sea de forma más agresiva. No, no son las hormonas. Son los constreñimientos sociales. Es esa idea de que las mujeres no pensamos con el coño y de que los hombres no lloran. Y, vaya, resulta que son las feministas, precisamente, quienes dicen que genitales, hormonas y cromosomas aparte, las personas somos sexuales, emocionales e inteligentes y tenemos derecho y obligación de ser educadas conforme a esto para poder vivir en libertad y responsabilidad. Son las feministas las que dicen «la calle y la noche también son nuestras», las que se niegan a creer que los hombres sean depredadores al acecho que están esperando a ver a una mujer sola caminando de noche para violarla. Son las feministas las que dicen que no es la ropa que llevas o tu forma de bailar. Pero, oh, vaya; «las feministas generalizan». Sí, claro que generalizamos. Hablamos de cultura de violación y hablamos de heteropatriarcado porque, nos guste o no, es el sistema en el que vivimos. Es el mismo que hace que a ti te rechine mucho más escuchar «coño» que «nos matan». Es el mismo que hace que se culpabilice a las víctimas de agresiones sexuales. Que es exactamente lo que has hecho en tu artículo. «Sin querer», dirás. Ya me imagino. De eso, precisamente, es de lo que va la historia.
El origen del mundo, de Gustave Courbet
Lo que nos entra en el coño
Es ese tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies, y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las castañas del fuego.
Este párrafo, Lindo, es exactamente lo que se llama «revictimización». Se trata de un proceso por el cual a quienes han tenido la experiencia de una agresión sexual se las señala como torpes, como culpables, como incapaces de defenderse. Como seres pasivos que buscaban que «otros les sacaran las castañas del fuego». Dices que «casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus instintos cuando terciaba». Eso que tú llamas un proceso inconsciente fruto de la inteligencia es un privilegio.
Para empezar, porque los hombres que no se dejan llevar por sus instintos no son «los más sofisticados». Porque artistas, filósofos, militantes incluso por los derechos humanos, abusan de sus compañeras. Porque la inteligencia no es un seguro de vida: porque las mujeres con altas capacidades, estudios superiores, inquietudes feministas, una excelente educación y mucha lectura a cuestas (convendrás conmigo en que son cosas que no siempre van juntas, aunque tú pareces dar por sentado que se combinan necesariamente varias de ellas) también hemos sido violadas por nuestras parejas. Porque no se trata de «elegir un hombre sofisticado», se trata de darte cuenta de cuándo el hombre sofisticado se ha convertido en un maltratador, y eso que tú llamas orgullosa «parar los pies» no es sólo una victoria: es una guerra larga y terrible, en primer lugar contra ti misma. Porque el amor romántico nos ha dicho que las mujeres (las buenas mujeres, las que no dicen «coño» sin parar) somos capaces de convertir a los hombres en príncipes azules desde que no levantábamos un palmo del suelo y nos explicaban que Bella salvó a la Bestia, que la Bella Durmiente se casó con el príncipe que la besó mientras dormía con dieciséis años recién cumplidos, que la Cenicienta lo dejó todo para irse con su príncipe azul aunque no recordara siquiera su cara, y así sucesivamente.
Porque ha tenido que venir Pamela Palenciano a explicarnos a todas que «No solo duelen los golpes«, porque hasta ahora parecía que el control, el aislamiento, los celos, los silencios hostiles, no eran mecanismos de abuso sino signos de amor (y de masculinidad; de esa masculinidad tóxica de la que tú hablas como «hombres así de transparentes, algunos incluso me hacían gracia por su evidente primitivismo, pero no eran mi tipo»). Porque ahí está A tres metros sobre el cielo para seguir educando a las adolescentes en que el chico malo es el deseable.
Hablas de «elegir mejor». Tú, como mujer inteligente, cultivada, posiblemente seas aficionada al cine clásico y habrás visto (o leído), sin duda, Luz que agoniza. ¿Se puede decir que Paula Alquist elige mal? Un apuesto Gregory Anton, atento, «con posibles», se enamora locamente de ella y le ofrece ir a vivir a un hogar maravilloso, a disfrutar juntos de su afición musical compartida, a empezar de nuevo tras haberse quedado sola en el mundo. ¿Elige mal Alquist? ¿Es ella la responsable de no pararle los pies a ese marido encantador que la halaga continuamente y que se preocupa muchísimo por esos «brotes de locura» que él mismo provoca? Porque este es el proceso que multitud de mujeres maltratadas hemos vivido durante años. Algunas pueden salir. Otras no. Otras, como Alquist, no tienen familia. O también llevan trabajando desde los 19 años, pero en un trabajo de cuidados, que sigue sin ser remunerado, y por tanto no tienen independencia económica. O, directamente, están amenazadas de muerte.
¿Son ellas unas débiles? ¿Somos las demás quienes las victimizamos al decirles que nosotras escuchamos, que somos legión, que si las tocan a ellas nos tocan a todas, que no están solas? ¿En serio?
El fuego cruzado de ser feminista
Todos los días, las personas que nos declaramos abiertamente feministas recibimos impactos dolorosos. Vemos a Trump jactarse de que puede agarrarnos cuando quiera por ese coño del que nosotras no podemos hablar. ¿Por qué? ¿Es suyo? ¿Es como nuestras tetas, que solo pueden usarse para placer masculino pero no para amamantar? ¿Del coño se puede hablar para abusar de él pero no para explicarnos que es un indicador de nuestro estado de salud?
Vemos a los hombres decir que las feministas esto y las feministas lo otro. Bueno. Es un «ladran, luego cabalgamos»; a nadie le gusta que le quiten sus privilegios, y lo raro sería verles encantados con que hayamos decidido convertir a nuestros coños en sujetos en vez de objetos de las frases. Panda de locas, que queremos ser vistas como seres sexuales y tener orgías cuando nos apetezca, y no cuando nos droguen y nos graben en vídeo.
Vemos a muchas feministas señalándose entre sí. Algunas lo hacen mejor y otras peor. Yo aprendo cada día de las feministas negras, islámicas, trans. De opresiones de las que no tengo ni idea. Y les agradezco infinito que a pesar de mis torpezas sigan confiando en mi capacidad de aprender, de respetarlas y de apoyar su lucha cuando quieran que lo haga. El feminismo, ya lo dije en otro sitio, se trata de reconstruirse, y las primeras que nos revisamos somos nosotras. Todos los días.
Pero cuando una mujer viene a hablar de «un tipo de feminismo» señalando simplemente que no le gustan sus formas, desde su espacio público, su altavoz privilegiado; cuando a esa mujer la leen tantas y tantas personas que la admiran y van a formarse una opinión a partir de la suya y lo hace desde la intención de sacar punta a una decisión que no comprende y que no ha intentado explicarse, cuando lo hace comparándolo con la misma estructura que sí, aunque no te guste, «nos mata» y «nos viola», duele, Elvira. No sabes cuánto duele.
Ojalá que un día encuentres tus gafas moradas y te des cuenta de que por muy maravillosos y llamativos que sean nuestros coños, son lo de menos en todo esto.
Hace unos años estaba en una relación abusiva. Teníamos Discusiones Interminables que duraban horas y que empezaban por el más absurdo de los detonantes, pero que servían como excusa para volver una y otra vez sobre los Grandes Agravios Recurrentes que, al parecer, no dejaba de hacerle a mi ex.
Uno de esos Grandes Agravios Recurrentes consistía en Aquel Día En Que Me Fui a Tomar Una Cerveza Con Un Colega Que Él No Conocía.
El colega en cuestión era amigo de unos amigos y aunque nos llevamos muy bien, vive en otra ciudad y por tanto, las cosas como son, no es una persona que surja habitualmente en las conversaciones. Yo estaba trabajando cuando me dijo que estaba en Madrid, y como estaba recuperándome de una fractura complicada en un pie y me costaba mucho moverme, me ofreció acercarse a la zona de mi oficina a tomar una cerveza cuando saliera, antes de irse a cenar por ahí. Mi pareja había quedado con unos amigos, así que le escribí diciendo que no me esperara. Cuando volvió, de madrugada, me despertó para preguntarme a qué hora había vuelto yo. Pensé que estaba borracho, pero resulta que no. Que estaba ofendido.
Lo estuvo durante muchos meses, y después de muchas de esas Discusiones Interminables fue hilando los argumentos. En su opinión, el hecho de que él se hubiera desplazado para facilitar que nos encontrásemos era una muestra clara de interés por mí. Interés sexual, claro. Como era sexual el interés que tenía el investigador que me estaba ayudando con la tesis desde Finlandia sin haberme visto nunca. Él consideraba que cualquier interés que yo despertara era, aparentemente, sexual. Yo aquello lo consideraba entre enfermizo y halagador; ahora veo que era cosificador e insultante (además de enfermizo, que un poco también), pero entonces sonaba, incluso, agradable (la romantización de los celos, ya saben. Ese arma que mata mujeres todas las semanas en este país).
Ehh… No. Los celos no son cuquis.
Yo intentaba explicarle, con paciencia, que jamás había habido acercamiento sexual por parte de este chico, que sólo éramos amigos. Él insistía en que conocía mejor que yo la mente masculina. Que no había amigos, que en realidad eran estrategias de seducción más o menos sutiles. Había pasado no mucho antes por una sorpresa muy dolorosa después de que el que creía que era mi mejor amigo me dijera un poco lo mismo, así que accedí a que tal cosa era posible. «Pero, sinceramente, quiero vivir en un mundo donde creo que es posible tener amigos, más allá del interés sexual», maticé. «Es posible que tú no le veas así, pero te aseguro que él piensa en ti de esa manera». Es curioso: dicen que las feministas somos las que odiamos a los hombres, pero parece ser que las que confiamos en ellos somos precisamente nosotras.
«Y eres mi novia. Y que piense en ti así me parece insultante. ¿Y qué pensabas hacer si te entraba?», me dijo. Ahí sí me enfadé: le dije que consideraba que era perfectamente capaz de hacer frente a esa situación y que cada uno era libre de pensar en los demás como quisiera siempre y cuando respetase las decisiones ajenas. «Claro», contestó, «pensando así no me sorprende que te pasen las cosas que te pasan».
Por «las cosas que te pasan» no se refería al hecho de que un supuesto mejor amigo se dedicara a autoproclamarse mi heredero natural o el de mis amigas; no, qué va. Por «las cosas que te pasan» se refería al hecho de que después de tomar dos cervezas con un compañero del gremio y ofrecerle un ibuprofeno para una supuesta jaqueca que tenía y para la que no tenía pastillas porque su novia, de la que acababa de separarse, se había llevado los fármacos, se me abalanzase encima y me dijera que no tenía forma de retirarle porque pesaba el doble que yo y fuera cierto. Por «las cosas que te pasan» se refería a que aparentemente era culpa mía el hecho de que una persona a la que estaba ofreciendo ayuda considerase necesario demostrarme que el único motivo por el que no me violaba era que le daba pereza.
I said no, por Ken Lum
Afortunadamente, el tipo que no necesitó violarme vive ahora en otro continente y el que me violó repetidas veces mientras éramos pareja (y se recreó convirtiendo aquel infierno en una obra teatral, para más recochineo) están absolutamente desaparecidos de mi vida. Sin embargo, hace unas semanas que todo esto me ronda la cabeza otra vez.
Y es por algo tan «inofensivo» como el hecho de que un señor me ande cortejando. Porque el cortejo, eso fue lo que me enseñó el violador, es «sutil». Y como es sutil, resulta que no es tan fácil decir que no. No me atreví a hacerlo cuando «confundió» mi oferta de usar mi microondas con una de comer con él cada día (aunque sí le aclaré que me había entendido mal y no me senté en todo el rato que estuvo en casa; eso aprendí del casiviolador: si estás de pie es más fácil verles venir) y no me atreví cuando me tocó el pelo sin venir a cuento. Porque «eh, ¡solo intento ser amable!».
Resulta que aquí no se lleva eso de «¿Quieres tener una cita conmigo?» No, qué va. Aquí vivimos en la ambigüedad del ¿quieres ir a tomar una caña alguna vez? Y, veréis, es que a mí me encanta tomar cañas. Y, a veces, con gente que me atrae. Y, a veces, con gente que no. Pero la diferencia es que a mí me sancionan por tomarme esa caña si resulta que me la estoy tomando con alguien que no me atrae pero a quien yo sí atraigo. Porque entonces «me la estoy jugando», porque me arriesgo a que violen, o a que me amenacen con hacerlo (como sabe quien lo ha vivido, la sensación de indefensión es suficientemente espantosa per se; y cuando la motivación es de poder, y no sexual -como sucede en muchas ocasiones-, tanto da que haya o no penetración finalmente). ¿Dónde iba así vestida? ¿Por qué se fue con ese tío? Y así.
O porque estoy siendo mala persona. Una traidora. Por la friendzone, esa ofensa completamente retorcida hasta que lo que parece mal es no desear al otro sexualmente, y no utilizar a una persona o portarse bien con ella sólo con expectativas de obtener una recompensa. Tenemos que tener cuidado nosotras, ¡ojo! De no dar ese primer paso diminuto, ese «sí» a algo que parece que da pie a «sí a todas las cosas».
El chico que me corteja llegó, por fin, a decirme que buscaba una «amiga» que no quisiera comprometerse, que fuera libre, bla, bla; me insistió en que no había besado a nadie desde hacía tiempo. En fin, dio señales. GRACIAS AL CIELO. Por fin pude decirle que no sólo no busco una relación sino que me niego a tenerla, que no echo nada de menos y que bajo ningún concepto estoy dispuesta a volver a tener que pasar por según qué cosas. Incluyendo relaciones abiertas, libres y sin compromiso. Ahora es cuando yo me siento libre. Porque ahora no me pueden echar en cara que he alentado esperanzas ajenas. Porque vivimos en un entorno tan podrido que hay quien sería capaz de echarme en cara tal cosa.
Desde entonces, cada día (necesariamente debo pasar por la puerta de su tienda) me recrimina mi falta de fidelidad. Me dice que los perros son mejores que los humanos. Pero, mirad, al menos en algo estamos de acuerdo.
La prensa deportiva esconde, entre la información y el amarillismo, la medalla de oro del patriarcado en el ámbito del deporte. El papel del deporte femenino queda relegado normalmente al de mujeres de, a los cuerpos “cosificados” de manera metódica y al uso del comparativo desde la perspectiva masculina para explicar y entender el deporte femenino.
Que sea “lo normal”, que se haya hecho “desde siempre”, nunca puede ser excusa ni motivo para no abarcar el tema; que la prensa generalista use vocabulario machista en los casos de asesinatos machistas o que sólo uno de los grandes medios de comunicación escritos esté dirigido por una mujer no puede quedarse en una anécdota.
Una de las descendientes directas de la prensa escrita es la deportiva, un mundo históricamente de hombres para hombres, dirigido por hombres y dirigido a hombres.
Si la portada del periódico más vendido en España, incluida la prensa generalista, hablara de los deportistas como hacen con las deportistas, ¿qué ocurriría? Quizás la portada pase desapercibida pero el lector, acostumbrado a un punto de vista muy particular, no se verá familiarizado con el producto que consume normalmente. Sus ídolos aparecen semindesnudos respondiendo o esquivando preguntas sobre cremas y masajes y las grandes atletas españolas, con más medallas que ellos en los últimos campeonatos europeos y mundiales, hablarán de entrenamiento, marcas y patrocinadores. Por eso la campaña #CoverTheAthlete (cubre al deportista, lo que hace, a lo que se dedica) transmite muy bien esta idea.
Como relata Naomi Klein en No logo, fue la prensa quien convirtió al fútbol americano en un deporte de masas, de ser un juego universitario pasó a ser el evento deportivo televisado más importante de Norteamérica. ¿Cómo? “Simplemente” metiendo cientos de cámaras en partidos de las mejores universidades, retransmitiendo en directo y en todo momento la previa, los pasacalles, entrevistas, debates… Exactamente igual que la NBA, la mejor liga de baloncesto mundial, pasó de ser la vara de medir entre egos universitarios a mover miles de millones.
El poder de los mass media no nació durante las grandes guerras para morir al terminarlas, sino todo lo contrario: en esta “sociedad del espectáculo”, el poder de influencia en la población es altísimo. Escondidos en que reflejan la sociedad, no suelen asumir que además de reflejo son productores de contenido, influyentes en las conductas.
El objetivo no es ser ni adoctrinante en el sentido opuesto, ni moralista si quiera, tan “solo” poner el punto de mira-da crítica en la prensa y en medios leídos por más de 10 millones (sólo Marca suma más de 7.600.000 lectores entre papel y web). “Atacar” el periodismo es quizás un juicio de valor, aunque como dice el propio director de The New Yorker paraJotDown, “no seamos románticos, antes de Internet también había basura en el periodismo”…
Los estereotipos sociales tradicionalmente ligados a la feminidad, como pueden ser la pasividad y la sumisión, sumados a unas diferencias biológicas mal interpretadas intencionadamente, siguen limitando de algún modo la actividad deportiva de las mujeres. Provocando que ellas practiquen menos deportes y con menos frecuencia que los hombres, inclinándose además por la natación, el tenis o la gimnasia como prácticas que no contradicen el modelo femenino tradicional. La cultura occidental, sí, la occidental, ha defendido hasta hace poco que las mujeres no sólo eran diferentes a los hombres, sino inferiores. Los estereotipos ligados a la feminidad (sensibilidad, sumisión) y a la masculinidad (valentía, actividad, dureza, agresividad) siguen estando vigentes y han ejercido una fuerte influencia en el deporte. Las diferencias biológicas mal-interpretadas (o intencionadamente interpretadas) han limitado el conocimiento y uso del propio cuerpo.
“La hegemonía masculina en el deporte es más resistente al cambio que cualquier otra área de la cultura” (J. Hargreaves)
El modelo deportivo dominante sigue siendo el conocido principio de citius, altius, fortius; el cuerpo es un instrumento de consecución y superación de metas o de batir récords al margen de emociones, sentimientos, esperanzas, ansiedades y recuerdos. Así, el deporte es el ámbito social perfecto para escenificar la creada identidad masculina: esa agresión y rivalidad bajo unas determinadas reglas. Al deporte moderno (s. XIX) las mujeres se han ido incorporando a medida que han accedido a otras esferas y actividades públicas, pero siempre bajo la amenaza del férreo listón masculino que las ha situado por debajo de las marcas y los récords.
Titular dedicado a una de las deportistas más exitosas del país: Carolina Marín
Hay autores y autoras que tratan el machismo en el deporte como una expresión del sentimiento de inferioridad de los hombres frente a las mujeres, necesitando demostrar quién es el mejor para compensar una falta de autoconfianza. Las bases del machismo en el deporte las soporta la idea de que, si hay un ámbito en el que no existieran dudas sobre las diferencias biológicas entre hombres y mujeres (y sobre todo la superioridad masculina), ese es el ámbito deportivo. En una sociedad donde las mujeres han accedido a todas las esferas públicas, el mundo deportivo permanece como ese último reducto de difícil acceso, sustentando por la mera diferencia biológica.
A nivel pedagógico el deporte, al ser una conducta corporal, expresiva y social aprendida, juega un papel esencial en la construcción y consolidación de la jerarquía existente entre los géneros, porque crea perfiles y referentes desde la niñez. La identidad masculina y femenina se conforman socialmente a través de pautas de comportamiento: «jugar con muñecas es de niñas», “mira qué tranquila es ella”, «los niños son más brutos»… En este proceso, los aprendizajes motores y de percepción del propio cuerpo forman una parte importante («niña, no te muevas tanto que pareces un niño»…).
Según un estudio sobre comportamiento deportivo en España, las mujeres consideran que son la natación (45%), el tenis (39%) y la gimnasia (38%) los deportes más apropiados para ella; por el contrario, los menos apropiados son el fútbol (para el 46%), el boxeo (40%) y el rugby (13%).
Hay mitos en todas las culturas; en España muchos vienen del período franquista, con argumentos como la masculinización a través del deporte, basado en la errónea identificación masculino-fortaleza, y de lo femenino con fragilidad/sensibilidad.
Durante décadas se dijo que el de deporte es perjudicial para la salud de la mujer. Algo evidentemente desterrado hoy en día, lo que se defiende es que el deporte es beneficioso tanto para hombres como para mujeres practicado moderadamente, y que comienza a resultar peligroso cuando se sobrepasan los límites. Otro, más absurdo si cabe, era el «no son ‘buenas’ para el deporte».
Al margen de los mitos planteados por J. Hargreaves, no hay que olvidar que todavía hoy son las mujeres las encargadas de la mayoría de tareas domésticas y el cuidado de las personas dependientes (niños, ancianos, enfermos), por lo que el tiempo libre es mucho menor, fragmentado. Las diferencias en los salarios, la feminización de la pobreza, no se quedan al margen en este ámbito.
En definitiva, el machismo presente el deporte afecta tanto a las mujeres como a los hombres. Cuando son ellos los que practican deportes que no coinciden con los catalogados como masculinos, como la gimnasia, son vistos como afeminados, catalogados como poco viriles y son socialmente etiquetados. Por lo tanto, el machismo tradicional empobrece la práctica deportiva en general, impidiendo el desarrollo de todas las potencialidades humanas, ocurriendo esto en otras tantas actividades artísticas, deportivas… Sería absurdo negar que las diferencias biológicas no existen, pero quizás mejor plantear que cada persona debe ser evaluada y considerada individualmente, «teniendo en cuenta su sexo, edad y condición física, creando nuevas reglas que no tachen de inferior ni a mujeres ni a hombres, sino diferentes” -Informe Junta de Andalucía, Consejería de Igualdad-. El adalid de la alta competición son los Juegos Olímpicos, mediatizados por intereses económicos y políticos que hacen muy difícil introducir reflexiones sobre nuevas reglas, aunque en Atlanta 96, por ejemplo, vemos cómo se ha incorporado el fútbol practicado por mujeres (con un gran menosprecio informativo por parte de los medios de comunicación españoles, como ocurre generalmente con el deporte practicado por mujeres). No se trata de crear nuevos mitos y estereotipos de igualdad absoluta al margen de las diferencias, pero estos puntos divergentes deben servir para enriquecer a las personas, permitiendo una elección más libre del tipo de actividad físico-deportiva que se desee poner en práctica. La marcha, el atletismo, el baile, los deportes de riesgo y aventura, desarrollan nuevos valores como la expresividad, la comunicación, el respeto a la naturaleza, el placer, sin estigmas que clasifiquen a las personas. A lo mejor el enriquecimiento debería venir con el desarrollo de un nuevo modelo deportivo donde no todo sean marcas y premios, sin vencedores y vencidos… Aunque quizás esto sea otro tema…
Se han mencionados las “diferencias” biológicas, pero un hombre cobra más por el mismo trabajo, la medicina lleva siglos investigando más sus dolencias que las de la mujer, el Estado nunca se mete en qué hace el hombre con su cuerpo, las mujeres no agreden al sexo contrario ni los mata por el simple hecho de serlos… ¿Por qué se ha hablado tanto siempre de diferencias biológicas?
La desigualdad existe, es evidente pero si a ser mujer le sumas ser deportista en España la ecuación cambia… a peor. Las subvenciones para el deporte femenino no llegan al 30% del total, muchas federaciones deportivas no cumplen el mínimo de 33% de mujeres en los asientos de las juntas directivas o carecen de un protocolo de prevención contra el maltrato y el abuso sexual. Volviendo a la prensa deportiva, estos temas suelen ser invisibles, nada comparable con una tarjeta amarilla en un partido de fútbol cualquiera. Ana Muñoz, directora del Consejo Superior de Deportes se reunió con los directores de los cuatro diarios deportivos más importantes del país y estuvieron hablando de igualdad. La prensa dice que lo intenta, pero que la venta de periódicos baja cuando se ponen en portada deportes minoritarios -¿Qué es minoritario y quién lo hace mayoritario?-, asumiendo de entrada que el deporte femenino lo es. Sus palabras fueron: “En vez de reivindicar un espacio propio por el simple hecho de ser mujeres, creo que tenemos que ser imaginativas en la búsqueda de fórmulas que permitan que la presencia del deporte femenino en prensa se produzca en un ámbito que los medios les resulte rentable”. Desgraciadamente, la imaginación de la prensa deportiva en su búsqueda de igualdad en muchas ocasiones parece que sólo dé para esto…
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