La paja en el coño ajeno
Leo con estupor, rabia y una infinita tristeza la columna de Elvira Lindo «Coño, esa palabra de moda«. Con estupor, porque realmente me sorprende que una persona inteligente, como ella misma se define, con capacidad crítica, como yo le atribuía a fuerza de leerla durante estos años, y con capacidad de defenderse de «patosos», que ella llama, considere que realmente lo más relevante de un «determinado tipo de feminismo» (no nos explica cuál, pero me encantaría saberlo) sea el uso de una palabra que ella misma dice que utiliza con frecuencia. Con rabia, porque lo atribuye a la «necesidad de llamar la atención», como si no fuera plenamente legítimo llamar la atención tanto sobre el feminismo como sobre el coño en sí, cuando no lo conocemos en absoluto (ni el movimiento ni el coño. Lo uno se ve claramente leyendo su columna. Lo otro se ve también bastante claro en este maravilloso capítulo de Orange is the New Black, donde es precisamente el personaje trans el que viene a explicar cómo es un coño, porque las demás reclusas no parecen haber pensado lo más mínimo en el suyo). Con infinita tristeza, porque es de esas ocasiones en las que lo personal se mezcla con lo político (si es que alguna vez no lo hace) y conforme avanzo en la lectura se me remueven todos los encontronazos con «patosos», violadores y asesinos que yo misma he pasado, y pienso en que los vivo desde el privilegio (de mujer cis, blanca, europea, con estudios superiores, con ingresos propios) y no puedo soportar pensar qué habrán sentido quienes lean esto desde otros puntos menos favorecidos. Y porque me doy cuenta de que no importa lo inteligente, crítica, fuerte que sea una persona, mujer para más inri: sigue habiendo por ahí demasiadas personas que se empeñan en no entender nada, y que además presumen de ello desde su pedestal de los miles de lectores.

Stephanie Sarley, The fruits of art
Lo que nos sale del coño
Vamos a empezar por el principio. Lindo asegura que «hay mujeres que han entendido que la igualdad está en pronunciar tantas veces la palabra ‘coño’ como ellos lo hicieron con sus palabra fetiche, ‘polla'». No sé a qué clase de mujeres conoce, y desde luego no coinciden con las que he conocido yo, pero me parece interesante que no sea consciente de lo paradójica que es su queja. Para empezar, porque titula un artículo arrancando con la palabra «coño», lo que le garantiza muchas más visitas que de ordinario sin que lo necesite en absoluto (otra cosa es lo que crea su equipo editorial, por supuesto), quejándose de que esta sirva para llamar la atención. Para seguir, porque ve que no hay igualdad en la reclamación de que el coño sea idéntico a la polla en su capacidad de llamar la atención, manifestando al mismo tiempo que no es idéntico. Y no, lamento que no lo sea.
Las personas con vagina seguimos sin tener una relación sana y normal con nuestro cuerpo porque la formación con respecto a nuestros genitales está marcadamente sesgada desde la educación primaria. Si bien se explica con todo lujo de detalles cómo funciona el placer masculino, el clítoris sigue siendo el gran excluido de los libros de texto, por aquello de que no tiene una finalidad meramente reproductiva. Esto conduce a que las personas con vagina capaces de eyacular crean que tienen un problema; pero yéndonos más a la cotidianidad, conduce también a que las mujeres sigan sin saber cuántos agujeros tiene su vulva, a que los angloparlantes no distingan la misma de la vagina (nosotros, con el mucho menos fino «coño», pues es un problema que nos ahorramos), a que no consideremos que nuestro placer forma parte de la relación sexual, a mitos como el de que la virginidad sólo se pierde a través de la penetración y a un sinfín de malentendidos y desconexiones corporales.
¿Por qué las mujeres somos las únicas que no podemos nombrar nuestros genitales? Clic para tuitearPorque nuestros coños, parece ser, sólo están destinados a la reproducción. Así nos lo recuerdan las leyes, que se atreven a opinar sobre qué tiene que salir o dejar de salir de ellos; las noticias, que nos indican que somos nosotras quienes usamos mal los preservativos (curioso cómo la responsabilidad del embarazo no deseado es nuestra pero la decisión de qué hacer con él no tanto); los hombres que nos recuerdan cuando salimos a la calle cómo de sexualmente atractivas les resultamos. ¿Es más o menos escandaloso que a las menores de edad las llamen «chochitos» a que una actriz porno hable de su coño como herramienta de trabajo? ¿O que un periodista publique «traviesamente» el estado de las ingles de la fallera mayor cuando ella entiende mal una pregunta en una entrevista? ¿Por qué somos las únicas que no podemos mencionar nuestros genitales?
Las guardianas de las buenas costumbres
Y es que parece que seguimos siendo nosotras aquellas en quienes recae la responsabilidad de mantener el recato, de usar un lenguaje menos soez, de ser más cerebrales y menos hormonales. Muy curioso eso, cuando es precisamente a nosotras a quienes se nos llama histéricas (que, claro, viene de útero, no de coño, y es mucho más fino) cuando manifestamos unas emociones que a los hombres les educan a no manifestar en público. Uno de los motivos que hace que su forma de expresar lo que sienten sea de forma más agresiva. No, no son las hormonas. Son los constreñimientos sociales. Es esa idea de que las mujeres no pensamos con el coño y de que los hombres no lloran. Y, vaya, resulta que son las feministas, precisamente, quienes dicen que genitales, hormonas y cromosomas aparte, las personas somos sexuales, emocionales e inteligentes y tenemos derecho y obligación de ser educadas conforme a esto para poder vivir en libertad y responsabilidad. Son las feministas las que dicen «la calle y la noche también son nuestras», las que se niegan a creer que los hombres sean depredadores al acecho que están esperando a ver a una mujer sola caminando de noche para violarla. Son las feministas las que dicen que no es la ropa que llevas o tu forma de bailar. Pero, oh, vaya; «las feministas generalizan». Sí, claro que generalizamos. Hablamos de cultura de violación y hablamos de heteropatriarcado porque, nos guste o no, es el sistema en el que vivimos. Es el mismo que hace que a ti te rechine mucho más escuchar «coño» que «nos matan». Es el mismo que hace que se culpabilice a las víctimas de agresiones sexuales. Que es exactamente lo que has hecho en tu artículo. «Sin querer», dirás. Ya me imagino. De eso, precisamente, es de lo que va la historia.


Lo que nos entra en el coño
Es ese tipo de feminismo que gusta hablar en plural siempre y afirma “nos matan”, “nos violan”, como convirtiendo a todas las mujeres en víctimas: tanto a las vivas como a las muertas, a las que han sufrido una violación como a las que se han tenido que enfrentar a un simple patoso. Porque hay patosos, sí, pero lo que hay que predicar es la defensa, no el victimismo. Desde los 19 años, como trabajadora me he topado con más de uno, pero he aprendido a pararles los pies, y es una victoria que tengo en el saco. No siempre me han sacado otros las castañas del fuego.
Este párrafo, Lindo, es exactamente lo que se llama «revictimización». Se trata de un proceso por el cual a quienes han tenido la experiencia de una agresión sexual se las señala como torpes, como culpables, como incapaces de defenderse. Como seres pasivos que buscaban que «otros les sacaran las castañas del fuego». Dices que «casi de manera inconsciente, algunas, yo creo que las más listas, encontramos a hombres que tenían un pensamiento más sofisticado y tanta capacidad como nosotras de pensar con la cabeza en unos momentos y de dejarse llevar por sus instintos cuando terciaba». Eso que tú llamas un proceso inconsciente fruto de la inteligencia es un privilegio.
Para empezar, porque los hombres que no se dejan llevar por sus instintos no son «los más sofisticados». Porque artistas, filósofos, militantes incluso por los derechos humanos, abusan de sus compañeras. Porque la inteligencia no es un seguro de vida: porque las mujeres con altas capacidades, estudios superiores, inquietudes feministas, una excelente educación y mucha lectura a cuestas (convendrás conmigo en que son cosas que no siempre van juntas, aunque tú pareces dar por sentado que se combinan necesariamente varias de ellas) también hemos sido violadas por nuestras parejas. Porque no se trata de «elegir un hombre sofisticado», se trata de darte cuenta de cuándo el hombre sofisticado se ha convertido en un maltratador, y eso que tú llamas orgullosa «parar los pies» no es sólo una victoria: es una guerra larga y terrible, en primer lugar contra ti misma. Porque el amor romántico nos ha dicho que las mujeres (las buenas mujeres, las que no dicen «coño» sin parar) somos capaces de convertir a los hombres en príncipes azules desde que no levantábamos un palmo del suelo y nos explicaban que Bella salvó a la Bestia, que la Bella Durmiente se casó con el príncipe que la besó mientras dormía con dieciséis años recién cumplidos, que la Cenicienta lo dejó todo para irse con su príncipe azul aunque no recordara siquiera su cara, y así sucesivamente.
Porque ha tenido que venir Pamela Palenciano a explicarnos a todas que «No solo duelen los golpes«, porque hasta ahora parecía que el control, el aislamiento, los celos, los silencios hostiles, no eran mecanismos de abuso sino signos de amor (y de masculinidad; de esa masculinidad tóxica de la que tú hablas como «hombres así de transparentes, algunos incluso me hacían gracia por su evidente primitivismo, pero no eran mi tipo»). Porque ahí está A tres metros sobre el cielo para seguir educando a las adolescentes en que el chico malo es el deseable.
Hablas de «elegir mejor». Tú, como mujer inteligente, cultivada, posiblemente seas aficionada al cine clásico y habrás visto (o leído), sin duda, Luz que agoniza. ¿Se puede decir que Paula Alquist elige mal? Un apuesto Gregory Anton, atento, «con posibles», se enamora locamente de ella y le ofrece ir a vivir a un hogar maravilloso, a disfrutar juntos de su afición musical compartida, a empezar de nuevo tras haberse quedado sola en el mundo. ¿Elige mal Alquist? ¿Es ella la responsable de no pararle los pies a ese marido encantador que la halaga continuamente y que se preocupa muchísimo por esos «brotes de locura» que él mismo provoca? Porque este es el proceso que multitud de mujeres maltratadas hemos vivido durante años. Algunas pueden salir. Otras no. Otras, como Alquist, no tienen familia. O también llevan trabajando desde los 19 años, pero en un trabajo de cuidados, que sigue sin ser remunerado, y por tanto no tienen independencia económica. O, directamente, están amenazadas de muerte.
¿Son ellas unas débiles? ¿Somos las demás quienes las victimizamos al decirles que nosotras escuchamos, que somos legión, que si las tocan a ellas nos tocan a todas, que no están solas? ¿En serio?
El fuego cruzado de ser feminista
Todos los días, las personas que nos declaramos abiertamente feministas recibimos impactos dolorosos. Vemos a Trump jactarse de que puede agarrarnos cuando quiera por ese coño del que nosotras no podemos hablar. ¿Por qué? ¿Es suyo? ¿Es como nuestras tetas, que solo pueden usarse para placer masculino pero no para amamantar? ¿Del coño se puede hablar para abusar de él pero no para explicarnos que es un indicador de nuestro estado de salud?
Vemos a los hombres decir que las feministas esto y las feministas lo otro. Bueno. Es un «ladran, luego cabalgamos»; a nadie le gusta que le quiten sus privilegios, y lo raro sería verles encantados con que hayamos decidido convertir a nuestros coños en sujetos en vez de objetos de las frases. Panda de locas, que queremos ser vistas como seres sexuales y tener orgías cuando nos apetezca, y no cuando nos droguen y nos graben en vídeo.
Vemos a muchas feministas señalándose entre sí. Algunas lo hacen mejor y otras peor. Yo aprendo cada día de las feministas negras, islámicas, trans. De opresiones de las que no tengo ni idea. Y les agradezco infinito que a pesar de mis torpezas sigan confiando en mi capacidad de aprender, de respetarlas y de apoyar su lucha cuando quieran que lo haga. El feminismo, ya lo dije en otro sitio, se trata de reconstruirse, y las primeras que nos revisamos somos nosotras. Todos los días.
Pero cuando una mujer viene a hablar de «un tipo de feminismo» señalando simplemente que no le gustan sus formas, desde su espacio público, su altavoz privilegiado; cuando a esa mujer la leen tantas y tantas personas que la admiran y van a formarse una opinión a partir de la suya y lo hace desde la intención de sacar punta a una decisión que no comprende y que no ha intentado explicarse, cuando lo hace comparándolo con la misma estructura que sí, aunque no te guste, «nos mata» y «nos viola», duele, Elvira. No sabes cuánto duele.
Ojalá que un día encuentres tus gafas moradas y te des cuenta de que por muy maravillosos y llamativos que sean nuestros coños, son lo de menos en todo esto.
Ojalá, @ElviraLindo, descubras un día que nuestros coños son lo de menos en todo esto. Clic para tuitear