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María (y casi todas): sobre «María (y los demás)», de Nely Reguera

(Atención lector/a, este post contiene SPOILERS de la película).

María podríamos ser todas en algún momento de nuestras vidas. Y los demás son aquellas personas que están alrededor: la familia, los amigos, los compañeros o los conocidos con los que se comparten los días. Personas que, aunque físicamente estén cerca, no siempre pueden entenderla.

Cartel promocional de la película "María (y los demás)"

Cartel de la película «María (y los demás)»

Los demás quieren que María les escuche. Pero ella siente que su momento nunca termina de llegar. María ha cuidado de su padre enfermo durante meses, o quizás puede que haya sido más tiempo. Desde que tenía quince años, exactamente, que es cuando murió su madre. Y es que ella tiene dos hermanos que a veces le dicen que la quieren efusivamente y que le cantan el Como yo te amo de Rocío Jurado, pero que se desentienden cuando se trata de compartir tareas y cuidados o la llaman histérica cuando se le ocurre protestar, que no creen en sus capacidades lo más mínimo, a pesar de que lo hace casi todo.

Ahora su padre se ha recuperado y va a casarse con Cachita, su enfermera. Y María no puede tener sororidad hacia Cachita porque ella no la tiene hacia María.

Tampoco María puede conectar con sus amigas cuando le hablan de lo bueno de la vida, de todas esas cosas que ella no tiene. O con la joven y exitosa escritora que presenta su nueva novela en la editorial en la que ella trabaja. En esos casos, María siente una profunda rabia.

María es estricta consigo misma, pero deja los zapatos tirados por la habitación y las carpetas desperdigadas por el escritorio del ordenador. Y con la cabeza desorganizada, durante las noches, busca un final para la novela que no consigue acabar.

Imagen en la que la protagonista de la película, María, escribe su novela

María tratando de acabar su novela

María tiene un amante que es un capullo, que no la valora, que exige demasiado mientras se desentiende de casi todo, que desaparece cuando le da la gana y que la manipula sentimentalmente. Un amante que solo la llama para tener sexo. Siempre el tipo de sexo que él quiere tener. Y ni hablar de lo que María quiere o le apetece o siente. Ella se pone feliz cuando recibe un poco de atención de este amante. Cuando, después de horas esperando, le contesta un WhatsApp. Entonces tararea canciones y sonríe durante el resto del día. Porque sabe que, aunque esté fastidiada, estando con él se aferra a lo que las normas sociales marcan para una chica de su edad. Por eso, cuando su familia le pregunta con quién va a ir a la boda de su padre, ella dice que con su novio.

Y es que a María, al igual que a Amélie Poulain, se le escapan las oportunidades por no enfrentarse a la realidad y perderse en el artificio. Se le escapa la novela, se le escapa la felicidad, se le escapan los treinta y cinco y la fuerza para mandar a paseo a los hombres egoístas que hay a su alrededor. Hasta ella parece querer escaparse de su propia vida cuando la vemos correr por la calle de un lugar a otro en algunas escenas.

Y yo, que llego cerca de un año tarde a esta película, tengo que agradecerle a Nely Reguera que haya dirigido un largometraje tan cuajado de detalles y matices como María (y los demás). Porque no está de más que nos recuerden que la realidad no se compone por personas esencial y arquetípicamente malas o buenas: todos oscilamos entre una amplia gama de grises. Como María, que se sorprende a sí misma observando impasible cómo Cachita se ahoga en el mar justo antes de tirarse a por ella al agua.

Hacen mucha falta películas que pongan bajo el microscopio las historias que narran. Que hablen de que perderse es normal, que nos muestren a mujeres que tienen dificultades, que están en encrucijadas, que pelean y que todos los días se atreven, a pesar de los demás, a pesar del contexto que las acompaña. Estas historias son más importantes, interesantes y necesarias de lo que solemos pensar.

El dilema de no ser suficientemente buenas

A menudo nos autoboicoteamos a traición, a menudo nos creemos impostoras y farsantes de nuestras propias vidas. A menudo el cursor parpadea al principio de un documento en blanco. Ese blanco tan vacío que es capaz de congelar y hacer enmudecer el pensamiento. Cuando las ideas geniales se convierten en una amalgama oscura e informe, la voluntad de escribir se torna en miedo, angustia e inseguridad. La mente se nubla y ya nada está claro. En esos momentos puedes dudar, retroceder, escribir, borrar, volver a escribir y volver a borrar en una vorágine de confusión y sinsentido. Te repliegas sobre ti misma, encogiéndote en la silla mientras la confianza en tu propio criterio no para de menguar y Pepito Grillo susurra al oído que no eres capaz de empezar aquella tarea porque no vales, porque no eres buena o porque te faltan conocimientos.

Pero la sensación de no saber lo suficiente persistirá aunque te conviertas en una experta en la materia sobre la que quieres escribir, hablar o trabajar. Intentarás que esa conciencia malvada y autodestructiva, que mete baza sin pedir permiso en los momentos más inesperados, se calle, pero no puedes. Por lo tanto, buscarás apoyos en otras personas. Y en la mayoría de los casos acabarás recibiendo sus respuestas con modestia e incredulidad: ¿En serio? ¿De verdad que te ha gustado? ¿No te parece que esta parte se podría mejorar? En realidad no me ha salido muy bien, pero creo que he tenido suerte. Tenía mucho a mi favor, es un tema que está de actualidad.

Las mujeres a menudo nos sentimos impostoras y farsantes de nuestras propias vidas. Clic para tuitear

No aceptarás del todo las críticas positivas y pensarás que la gente podría estar siendo demasiado amable o educada contigo. De modo que no crees merecer cumplidos y felicitaciones por lo que haces. Pero sin embargo sí piensas que los necesitas para validarte y esto resulta casi siempre muy frustrante. Parece que esa parte de ti quisiera alimentarse de comentarios negativos para consolidarse como única opción. De esta forma se acabaría la contradicción y ya no habría que cuestionarse nada. Pero dejarse llevar por estos pensamientos nos abocaría a no realizar nuestras metas y, por lo tanto, a la infelicidad por no vernos realizadas.

Es curioso, pero tengo la sensación de que muchas mujeres se quedan a las puertas de tener éxito en sus carreras y propósitos y, estando a punto de conseguirlo, desisten. O cuando por fin lo logran no pueden dejar de estar en contradicción consigo mismas. Así, ocurre de manera frecuente con algunas mujeres que después de aprobar el carnet de conducir sienten que no están preparadas para ello y empiezan a tener miedo. Quizás pasarán a ocupar el puesto de copiloto para siempre. Hay otras que, al ver una oferta de trabajo en su especialidad, suspiran con anhelo y piensan resignadas que seguramente ya habrá otras personas mejor preparadas para ese puesto que ellas. Y otras que creen que solo van a decir tonterías y por eso sistemáticamente callan lo que piensan.

El sentir que no somos suficientemente buenas nunca y que cuando tenemos éxito no es el resultado de nuestro esfuerzo sino de una suerte de contingencias favorables, o que este se debe a la ayuda y al mérito de los demás y no al propio, no es una casualidad: es un factor común.

Joan Rivière (1929) desde el campo del psicoanálisis hablaba del papel que juega la feminidad como una máscara en el caso de las mujeres intelectuales, que tras realizar una conferencia encontraban mucha angustia y la necesidad de verse afirmadas por los hombres adoptando una máscara de ingenuidad. O el caso de otra mujer que llevaba a cabo con destreza tareas del hogar típicamente masculinas como puede ser arreglar objetos, pero cuando había que acudir a un tapicero u a otro técnico se sentía obligada a disimular todos sus conocimientos y fingir ser una mujer ignorante en esas cuestiones.

He podido hablar con compañeras y amigas y la sensación de frustración, de bloqueo, de no dar la talla ante un nuevo reto o las contradicciones frente a la consecución de las metas y el triunfo es algo que se repite de una u otra manera. Es importante ponerlo en común y visibilizarlo porque no se trata tan solo de que seamos muy exigentes y perfeccionistas con nosotras mismas, como podría parecer, es también el miedo a brillar con luz propia, a saber más o a llevar la voz cantante. En definitiva, el miedo a tener poder. Por eso resulta crucial comprender estas contradicciones en común y tratar, en la medida de lo posible, de tener otro tipo de afectos para nosotras mismas, de querernos mejor, permitiéndonos afirmar que somos buenas, que somos competentes y que estamos seguras de lo que somos y hacemos.

Referencias:

Rivière, Joan (1929) «Womanliness as a mascarade» International Journal of Psycho-Analysis.

Jennifer Lawrence, mujeres y negociación

Llega noviembre y las vallas publicitarias y los autobuses de las ciudades se llenan con las imágenes promocionales de la nueva y última entrega de la saga de ‘Los Juegos del Hambre’. Veo a Jennifer Lawrence sosteniendo un arco rodeada de llamas y recuerdo las cifras que la encabezaban en la lista de las actrices mejor pagadas del mundo. Sus algo más de 50 millones de dólares anuales, 30 millones menos que el actor mejor pagado, no pueden ocultar que sólo 4 de las actrices que aparecen en la lista facilitada por Forbes alcanzan los 20 millones en contraposición a los 21 intérpretes masculinos que superan dicha cifra. Puede parecer ridículo hablar de diferencias salariales entre cifras tan altas, pero cuando la actriz que protagoniza la franquicia juvenil del momento y las nuevas entregas de ‘X-Men’ sufre esta desigualdad es para pensar en cómo está el panorama en general.

Lawrence publicó una carta en la newsletter feminista de Lena Dunham, Lenny Letter, en la que hablaba sobre la discriminación que afecta a las mujeres en la industria del cine. La actriz había descubierto a través de las filtraciones de los correos de Sony que tanto ella como su compañera de reparto en La gran estafa americana (2014), Amy Adams, habían cobrado menos que sus coprotagonistas masculinos. Pronto surgieron voces de apoyo a la acción de la actriz y se sumaron testimonios como el de Sienna Miller, que hizo público su rechazo a una oferta en teatro cuando había sabido que iba a cobrar la mitad que su compañero cuando sólo actuaban ambos sobre el escenario. Pero un aspecto interesante del ensayo de Jennifer Lawrence es que ponía de manifiesto algunas inseguridades bastante comunes en las mujeres a la hora de desenvolverse en el mundo laboral o incluso en la construcción de su propia autoestima.

Ilustración de Jennifer Williams«Estaría mintiendo si no dijera que hubo un componente de querer agradar a los demás que influyó en mi decisión de cerrar el acuerdo sin peleas. No quiero parecer difícil o malcriada. […] Éste es un elemento de mi personalidad contra el que he estado luchando durante años, y basándome en las estadísticas, creo que no soy la única mujer con este problema. ¿Estamos socialmente condicionadas a comportarnos de esta manera? ¿Tenemos el hábito de intentar expresar nuestras opiniones para no ofender o asustar a los hombres?»

Es llamativo que una actriz que con 22 años años ya ha conseguido un Oscar, que ha logrado sortear el ataque del fappening sin que afectara gravemente a su carrera y que recibe la admiración de sus compañeros de profesión llegue a cuestionarse sus capacidades o tema reclamar el reconocimiento de su estatus a través de su sueldo porque pueda ser tomado como un signo de inmadurez. Estamos hablando de que los condicionamientos de género afectan gravemente a la capacidad de negociación de las mujeres y que a su vez esto contribuye al mantenimiento del techo de cristal. Un fenómeno más común de lo que imaginamos es el síndrome del/de la impostor/a. En éste, los méritos y logros alcanzados no son aceptados como propios sino como fruto de la buena suerte y las circunstancias favorables. De esta manera se genera la sensación de ser un fraude que debe minimizar el reconocimiento por su trabajo y habilidades para no ser descubierto. Esta especie de perfeccionismo menoscaba la autoconfianza del individuo y presenta el éxito como una situación peligrosa y no deseable para sí mismo. Quien se cree un impostor teme constantemente defraudar al otro, necesita la aprobación social para actuar como cree y lo más probable es que permanezca en segunda línea eternamente para evitar dicho riesgo. No es de extrañar que haya menos directivas que directivos en las empresas u ocupando puestos de poder cuando por su propio género se les inculca la idea de valorarse a razón de las construcciones exteriores y no las propias, cuando las aspiraciones de desarrollo profesional están constreñidas por el temor de «cómo van a ser juzgadas socialmente». La generalización de esta situación en el ámbito laboral y académico es el nicho psicológico idóneo para adquirir esta dinámica autocastrante del síndrome de la impostora y resulta terrible pensar en la cantidad de mujeres que pueden haberse autoboicoteado o haber aceptado condiciones peores que sus compañeros por no considerarse dignas de alzar su voz o de exigir lo que es justo por su esfuerzo y trabajo.

«Estoy cansada de tratar de encontrar la forma adorable de expresar mi opinión y seguir siendo simpática. ¡Qué mierda! No creo que haya trabajado para un hombre al mando que haya gastado su tiempo en pensar qué ángulo debía utilizar para que su voz sea escuchada. Jeremy Renner, Christian Bale y Bradley Cooper lucharon y tuvieron éxito negociando contratos poderosos para ellos. Estoy segura de que se les recomendó ser agresivos y tener una táctica, mientras yo me preocupaba por no parecer una niñata y no por conseguir un trato justo. Una vez más, esto no tiene NADA que ver con mi vagina, pero tampoco estaba tan equivocada cuando otro correo electrónico filtrado de Sony reveló que un productor se refería a una actriz protagonista en una negociación como una niñata malcriada. Por alguna razón, no puedo imaginarme que alguien lo diga de un hombre”.

Jennifer Lawrence confesaba recientemente que su personaje de Katniss Everdeen le había inspirado a la hora de compartir su reflexión sobre el sexismo en Hollywood. Ojalá ocurra lo mismo con los millones de espectadores, sobre todo los jóvenes, que irán a ver el final de la historia en unas semanas. Ojalá su carta abierta haga reflexionar a otros y el silbido del Sinsajo llegue lejos.

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