Me encanta Bones. Me encanta porque la fórmula de personas neurodiversas inadaptadas que, sin embargo, son capaces de prestar un servicio único a la sociedad me apasiona: desde la terrible Scorpion (que es terrible. Lo sé) hasta, a su manera, The Big Bang Theory (aunque para ser justos si habláramos de ella en este blog sería para destriparla). Pero también hay una cosa que no he empezado a valorar hasta hace más bien poco, y es la excelente forma en la que se presentan las relaciones románticas a lo largo de sus temporadas.
El equilibrio entre trabajo y vida de pareja se negocia continuamente. Booth y Brennan dejan sus empleos al mismo tiempo y vuelven al mismo tiempo: no se presupone que ninguno de los dos deba cuidar y el otro ser cuidado. Hodgins está dispuesto a abandonar su carrera y su país para cumplir el sueño de Angela de mudarse a París y centrarse en su arte como profesión más que como afición; ella considera que el sacrificio no vale la pena y cancelan la mudanza, pero no cumple el clásico “renuncia a sus sueños por amor”: cambia la pintura por la fotografía y sigue avanzando en nuevas formas de expresión artística.
Las conversaciones son asertivas: los personajes, sobre todo en las últimas temporadas, han tenido tiempo de verse en todo tipo de situaciones y se conocen a la perfección. Respetan los sentimientos ajenos aunque no los compartan en absoluto: un ejemplo claro es la pareja Brennan-Booth, que son totalmente opuestos pero aprenden a entenderse en ámbitos tan complicados como la fe católica frente al escepticismo basado en las ciencias naturales. Se coordinan en la educación de su hija procurando respetar las formas de ver el mundo de ambos progenitores, y siempre priorizando el bienestar de la pequeña por encima de sus propias creencias.
Para ello, lo primero es que sean muy honestos consigo mismos. Esto se ve a la perfección en el caso de Cam (estoy pensando ahora mismo en cómo a las mujeres se las llama por su nombre y a los hombres por su apellido. Muy mal, fatal, Bones, aunque la jefa de todos y la figura de la poderosa fiscal sean mujeres y negras, que eso mola, para variar). Cuando Arastoo se marcha a su país de origen este le plantea que no va a ser capaz de sobrellevar abandonar su puesto, su país y su cultura, y ella no se deja cegar por la fantasía romántica: le da la razón y, con tristeza, le deja. No se oculta la decepción de la ruptura o lo irracional de los sentimientos: empieza una relación con un personaje perfecto para ella pero reconoce no estar preparada. No “he perdido a mi media naranja”, no. Un “eres estupendo pero para mí es muy pronto” que ojalá se pronunciara así de sinceramente más a menudo.
Una vez rotas las parejas, la relación se mantiene. Escasez de reparto obliga, es cierto. Pero lo bonito es que no hay dramas y sí mucho cariño. Con una empatía sorprendente para el personaje, Bones llega a decirle a Cam “A veces se me olvida que tú y Booth salisteis”, para inmediatamente después consolarla por su vinculación emocional con la familia de él: sin celos, sin acaparar el protagonismo durante la tragedia como «esposa oficial». Hodgins y Wendell son amigos íntimos aunque este haya sido pareja de Angela. Y eso que Hodgins es celoso: algo que no se premia nunca como signo de romanticismo, sino que Angela procura mitigar recordándole periódicamente que le ha elegido a él y que es feliz a su lado. Sin alardes: nada de “mi vida empezó cuando te conocí”: sus muchas ex parejas aparecen de cuando en cuando, físicamente o en las conversaciones, con total naturalidad.
Naturalidad. Sinceridad. Autoconocimiento. Diálogo. Negociación. Aceptación. Palabras que deberían regir con más frecuencia nuestras relaciones amorosas, pero que lamentablemente no lo hacen, ni siquiera en la ficción. Y es por eso por lo que Bones sigue siendo una de mis series favoritas, crímenes aparte.
Me siento fea: por qué no nos vale ser gordibuenas
Seguramente todos tenéis esa amiga que es preciosa, viste como una estrella de cine, se mueve como una bailarina y tiene el cuerpo de una monitora de fitness y que, sin embargo, regularmente dice que se siente fea. Y quienes están a su alrededor la miran y piensan que es una forma de llamar la atención. Attention whore, dicen los angloparlantes, nada menos: porque una mujer que quiere que le miren, claro está, es una puta; ¿no es curioso este mundo que enseña a las mujeres simultáneamente a ser hermosas y deseables pero a ser discretas y no llamar la atención, a ser objeto de deseo pero a no tener deseo, a someterse a los deseos ajenos pero a que será castigada si así lo hace?
Las mujeres vivimos en un permanente doble vínculo: la situación en la que una «víctima» (así la llaman Bateson y sus colaboradores en el artículo donde enunciaron esa teoría) se encuentra de forma recurrente enfrentada a un mandato primario negativo («No hagas eso, o te castigaré», o bien «Si no haces eso, te castigaré») y un mandato secundario en conflicto con el primero en un nivel superior de abstracción, reforzado por castigos o señales que anuncian un peligro para la supervivencia.
Esto, que suena complejo, es en realidad una forma básica de encubrimiento del maltrato que nos sonará a todos: las frases «No me veas como a un enemigo», «Lo hago por tu bien», «Te lo digo porque te quiero», cuando rodean una situación vejatoria, peligrosa, de dominación, de violencia, hace que la víctima empiece a confundir poco a poco la interpretación de la situación, siendo cada vez menos capaz de distinguir lo que es amenazante de lo que no, lo que es amor de lo que es hostilidad, etc. Y es que la amenaza generalmente no se transmite verbalmente, sino de forma subyacente: con gestos, posturas, tonos de voz, acciones… Para que se produzca el doble vínculo, la situación debe ser recurrente. Cuando se interioriza esta contradicción, ya no hace falta que existan las órdenes en conflicto para que afecten a la forma en que esas personas juzgan la realidad y las acciones propias y de los otros (de hecho, esta teoría se fundamentó en el análisis de esquizofrénicos, porque llega a tomar la apariencia de voces interiores).
Obviamente, en una situación estándar podemos distinguir muy fácilmente la información real de la que la contradice. Miras a tu amiga y le contestas «Qué dices, si eres guapísima», «Pues yo te veo estupenda», «¿No hay espejos en tu casa?»
El problema es que a muy pocas mujeres nos han enseñado a mirarnos al espejo. Las mujeres, por lo general, hemos aprendido desde bien pequeñas que nuestra relación con el cuerpo tiene que ver con estándares ajenos a nosotras, que cuando empiezan a imponérsenos no entendemos en absoluto y que, de hecho, muchas veces no son coherentes entre sí. El bebé gordito tiene que ser una niña flaca y las curvas se celebran porque ya eres mujer pero en cuanto eres mujer debes medir lo que se marca y lo que no, y así hasta que la adolescencia se convierte en un cuento de terror marcado por todo tipo de trastornos alimentarios, autolesiones, y, en definitiva, una relación tortuosa con el propio cuerpo que para muchas mujeres no termina nunca. ¿Cómo va a terminarse, si las señales siguen ahí?
«He tenido muchos amores – dije – pero el más hermoso fue mi amor por los espejos», dijo Pizarnik
Para empezar, hay toda una industria dirigida a que nos sintamos mal con nuestro cuerpo. Hace meses un maravilloso artículo de Leticia García me abrió los ojos: la moda cambia radicalmente y hace cuerpos buenos y cuerpos malos, asegurándose de que siempre, en todo momento, haya mujeres que se sientan a disgusto dentro del suyo: una persona insatisfecha es una persona a la que se puede persuadir de que compre.
Ahora se llevan los culos. Se llevan los culos porque habían vuelto los pantalones pitillo, porque estábamos flacas. Es más: es en estos momentos, en los que dedican escaparates de Mango sólo a ropa para runners, de pronto se llevan las «gordibuenas«. Y su equivalente masculino: los fofisanos. Eh, todos tranquilos: ya no tenéis que seguir adelgazando para que os queramos. Venga, vale, os vamos a querer gorditos. Total, la pasta de las zapatillas, el chándal, y los wearables ya la tenemos en nuestras cuentas. Sigan a lo suyo, aquí no hay nada que ver. Pero ya asoman las campanas en las nuevas colecciones de otoño, ya. Y más dura será la caída.
Pongamos por caso que no se da tal caída; pongamos por caso que nos aceptamos en nuestros cuerpos rotundos y amamos a nuestros michelines (por no ser injusta con los angloparlantes, ¿cómo vamos a pelear contra una parte de nuestro cuerpo que se llama «love handle»?). No pasa nada, porque encontrarán otra forma de crearnos un complejo. No hay más que ver las revistas femeninas: «Cómo conseguir que se fijen en ti sin dejar de ser tú misma» comparte portada con «10 cosas que DEBES hacer para que ellos se vuelvan locos», «Aún estás a tiempo: dietas exprés para la operación bikini», y así. Los medios critican y ensalzan simultáneamente a quienes una vez en el candelero cometen la osadía de ganar peso, así que Tania Llasera pasa de decir que se siente sexy con sus kilos de más tras dejar de fumar a informar al país entero de que ha decidido ir a un nutricionista para poner fin a esa situación.
Y los medios se hacen eco porque lo que se cuenta aquí no son las oscilaciones de la báscula de Tania Llasera, sino el juego que la sociedad impone cada día a la autoestima de las mujeres. Para que te reconozcan por tu trabajo tienes que ser fea, pero si eres fea no llegas a ninguna parte y te tienes que cuidar más, cuando por fin tienes una imagen que resulta agradable a los demás estás obligada a mantenerla (y a asumir que te juzguen sólo por ella), y así. No es más que una historia de sometimiento, de hija pródiga que vuelve al redil de la talla 38. La historia de todas nosotras.
No nos vale ser gordibuenas porque incluso aunque nos valiera nos sentiríamos engañadas: porque esa valía nos la aporta el reconocimiento externo, el ser atractivas como gordas, no el sentirnos bien en ese peso. Ninguna mujer se siente legitimada para sentirse sexy dentro de su cuerpo. Sentirse sexy es ser una zorra. Ser una zorra es ser despreciable. Si has conseguido agradar lo suficiente como para despertar el deseo, entonces tienes que empezar a negar el deseo. Debes cultivar tu mente. Y nunca serás suficientemente lista, ¿cómo vas a sentirte suficientemente lista si todo el mundo da por hecho inmediatamente que eres muy lista «para ser una chica»? Debes hacer deporte por tu salud, no por tu físico, pero evita la natación, que te pondrá las espaldas anchas; el ciclismo, que te pondrá los gemelos gordos; fibrosa, bien, musculosa, mal. Debes ser, (no) debes ser, debes ser. Si (no) eres, no te querrán. Esa es la amenaza velada: las mujeres vivimos aterradas porque nos han enseñado que si no cumplimos, nadie va a querernos. Y los estándares que debemos cumplir están amañados: como cuando la madrastra le asegura a Cenicienta que podrá ir al baile «si acabas tus obligaciones y encuentras un bonito vestido».
Nadie nos dice que vamos a recibir todo el cariño que nos merecemos porque cuando no sea así vamos a mandar a freír espárragos a la persona que nos infravalora. Nadie nos dice que podemos hacer con nuestro cuerpo lo que nos dé la gana: dejarnos crecer el pelo o afeitarnos, engordar o adelgazar, llevar tacones o zapatillas, follar con ansias o elegir el celibato. Nadie nos dice que eso no importa, que tenemos derecho a que nos quieran como cualquier otro ser humano.
Que no nos valga ser gordibuenas porque ahora nos han dicho que está bien, que nos perdonan. Que nos valga nuestro cuerpo, como sea. Cuando se lleven las gordibuenas y cuando se lleve el heroin chic. Porque sólo tenemos uno y tiene que llevarnos a donde queramos ir; así que se merece todos los mimos del mundo.
Glee: aceptate a ti mismo y atrévete a cambiar el mundo (Ryan Murphy, 2009- 2015)
Hacía tiempo que tenía muchas ganas de escribir este post porque va directo a la categoría «Construyendo». Y porque hace pocas semanas que se terminó la serie Glee y creo que en muchos aspectos, es una de las mejores series sobre relaciones humanas que he visto.
¿Qué pasa con Glee? ¿Por qué es diferente? Si no sabéis de que va la serie, os resumo el argumento: en un instituto de un pueblo de Ohio, un grupo de marginados se apunta al coro como actividad extraescolar. Lo que en los primeros capítulos te parece una serie más sobre institutos, líos amorosos y quiero-ser-popular-y-no-puedo se va
transformando en una reflexión sobre las relaciones afectivas de todo tipo. Y en una comedia con muy mala leche.
Al igual que Aristófanes hacía en sus obras, la Comedia en Glee se plasma enfrentando a personajes corrientes a situaciones cotidianas para mostrar de forma exagerada sus vicios y defectos. Y es esta exageración de las conductas de los protagonistas de la ficción lo que divierte al espectador, que es testigo de diálogos y situaciones muy políticamente incorrectas en ocasiones.Precisamente la capacidad de la serie para llevar al extremo todas las situaciones corrientes de la vida, a extremos que rozan el absurdo y el surrealismo, es lo que aporta la reflexión al espectador de cómo el mundo en el que vivimos está muy loco. Y es intransigente, lleno de prejuicios y no permite la diferencia, ni la admite. La margina.
En esta forma de comedia se percibe un mensaje muy claro: lo más importante es aceptarte tal y como eres. Da igual que el mundo te margine, tienes que ser tú mismo y mostrarte sin máscaras. Creo que esta es la grandeza de Glee puesto que consigue que sea cuál sea tu raza, sexo, religión, orientación sexual o aspecto físico te aceptes a ti mismo como un primer paso para cambiar lo que no te gusta de la sociedad.
Sé tú mismo. Olvida el qué dirán
Una de las cosas en las que creo que Glee es un ejemplo a seguir es la manera en la que la homosexualidad se normaliza. Estamos hablando de chavales de 15 y 16 años que están empezando a descubrir las relaciones amorosas. ¿No debería ser así en la realidad? No hay grandes traumas en el argumento porque alguien descubre que es homosexual o lesbiana. El trauma viene ocasionado por la incapacidad de los demás a aceptarlo. El miedo al qué dirán. A ser juzgados por ser diferentes. De hecho, creo que la manera en que dos de las protagonistas se dan cuenta de que son lesbianas es magistral. De los besos de chicas para experimentar van dándose cuenta de que están enamoradas. Sin dramas. Sin somos-lesbianas-madre-mía. Y aunque eso no supone un problema para ellas, sí que lo es para sus familiares y para la sociedad.
Pero en todas las situaciones, el Glee Club se convierte en su santuario donde gracias a la maestría con la que el educador trata todas las cuestiones, los chavales pueden ser ellos mismos. No importa que seas lesbiana, gay, transexual o travesti, en el Glee Club nadie va a juzgarte. Y consiguen que esta visión se traslade a todo el instituto, logrando que el acoso escolar desaparezca, al menos, aparentemente. Pero hay muchísimos más ejemplos geniales como es el caso de Kurt, uno de los protagonistas de la serie. Kurt es homosexual pero intenta no serlo para complacer a su padre cuando precisamente su padre le quiere por lo que es: diferente, especial. Y no por ser homosexual, si no por su manera de enfrentarse a la sociedad, sin esconder su personalidad. Por ser capaz en un pueblo lleno de prejuicios del Medio Oeste norteamericano de no querer ocultar quién es.
O Unique, un chiquillo con una voz privilegiada que solo se siente seguro y feliz consigo mismo cuando se disfraza de chica y se sube a un escenario. O la entrañable entrenadora Shannon Beiste, que se siente acomplejada por ser muy poco femenina según dictan los cánones sociales.
Las relaciones heterosexuales son muy tóxicas. Esta toxicidad se percibe desde el primer capítulo. El profesor al cargo del Glee Club está atrapado en un matrimonio que no le permite realizarse profesionalmente ni como persona. Y cuando lo consigue, cuando se siente bien consigo mismo enseñando la grandeza de la música y el arte a sus chavales su propia mujer quiere apartarle: «No quiero que seas feliz. Nuestro matrimonio funciona porque tú no eres feliz contigo mismo«. «Desde que te encargas del Glee Club vas por ahí pensando que eres mejor que yo«. Muy extremo, ¿verdad? Pero qué ciertas son estas afirmaciones para muchas relaciones en las que la inseguridad de uno de los cónyuges resulta tóxica para la pareja.
O los protagonistas, Rachel y Finn, dos de los chicos del Club que se atraen y acaban teniendo una relación. También en este caso es ella, llena de inseguridades por no ser popular la que le echa en cara a él que no vuelva al equipo de fútbol porque el único motivo por el que su relación funciona es porque ambos son unos marginados. Gracias a la manera en la que evoluciona la relación, al final, realmente acabarán aportándose mucho el uno al otro.
En cualquier caso, como proclama uno de los ídolos de los chicos, Lady Gaga, acabaran aceptándose tal como son. Y queriéndose unos a otros, ayudándose a aceptar sus diferencias. Porque la principal batalla del ser humano empieza por aprender a quererse a uno mismo, con sus virtudes y defectos. Y gracias al Glee Club, todos se atreven a ser quienes son, a abrazar sus diferencias y a permitirse soñar con vivir por y para el arte.
Muchos pensarán que es una visión muy ingenua de la realidad. Y puede que lo sea. Pero, me remito a la declaración de intenciones del final de la serie, que me pareció absolutamente fantástica: no eres mejor ni más inteligente por ver el mundo cómo es, con su maldad e intolerancia. No eres un idiota por ver las cosas cómo te gustarían que fueran. Al contrario, eres más valiente que los demás por atreverte a ver el mundo no como es, sino como tú querrías que fuera. Al fin y al cabo, seremos nosotros, los que nos atrevemos a soñar, los que cambiaremos el mundo para que sea un sitio mejor.
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