Medianoche en París

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Gil e Inez están prometidos y en París, un cliché romántico perfecto (que, de hecho, cuesta la vida a varios japoneses cada año, aunque esto es off-topic). Sin embargo, mientas que Inez busca antigüedades en compañía de su familia Gil sólo quiere contar con tiempo para escribir y vagabundear. En uno de sus paseos nocturnos viaja en el tiempo y comienza a codearse con la bohemia de los años 20. No, obviamente no estamos ante una película realista, pero sí lo es la forma en que Gil e Inez se tratan el uno al otro. Que parte de una total indiferencia hacia los intereses del otro.

Como suele pasar en las películas de Woody Allen, el diálogo no es más que aparente, y en realidad se compone de una sucesión de monólogos donde la información no fluye de un personaje a otro, sino, en todo caso, de ambos personajes hacia el espectador. No existe la escucha, ni la retroalimentación. Ambos personajes se desprecian mutuamente: Gil no entiende la frivolidad de Inez, Inez no entiende la pretenciosidad de Gil. O podríamos hablar del interés de Inez por la decoración y el detalle, y el vasto conocimiento de Gil de la vida intelectual de París a lo largo de la historia, pero entonces probablemente sería el inicio de la relación.

Cuando conocemos a otra persona en muchas ocasiones nos sentimos fascinados por todo lo que a esa persona le interesa y de lo que nosotros no hemos oído hablar, o que jamás nos ha llamado la atención. Hemos escuchado hasta la saciedad que «los opuestos se atraen» y nos lo creemos. Vemos, incluso, una oportunidad de aprender sobre temas totalmente nuevos para nosotros. Pero muchas veces la prueba no supera la rutina. Porque no hay nada que compartir o porque, simplemente, pasado el impacto inicial en realidad descubrimos que si nunca nos acercamos a ese interés que tanto le importa a nuestra pareja es porque realmente no nos satisface lo más mínimo.

Y no pasa nada. No es necesario en absoluto que ambos compartan un interés, siempre y cuando sean compatibles. Pero ni siquiera buscamos esa compatibilidad. No buscamos personas que disfruten saliendo solas si a nosotras también nos gusta salir solas o quedarnos en casa, a solas. No buscamos personas que disfruten estando en casa haciendo una actividad diferente. Buscamos una especie de clon de nosotros mismos. Alguien que salga con nosotros, que vea la televisión con nosotros, que comparta con nosotros cada minuto de actividad. Lo que lleva a la dependencia. O, por el contrario, una persona con sus propias aficiones que realiza en el mismo tiempo que dedicamos a las nuestras… Y no compartir esa actividad se termina convirtiendo en indiferencia. No trabajamos en nuestra empatía: no somos capaces de disfrutar viendo a nuestra pareja disfrutar con algo que nos resulta aburrido o ajeno. No es necesario que nuestra pareja sea un clon o un compañero de equipo, pero desde luego no es sano que nuestra pareja se convierta en una extraña.

En la película, sin embargo, la ruptura no viene por esto, sino a raíz de una serie de infidelidades. No somos capaces de romper en base a la incompatibilidad porque no le damos la importancia que merece. Buscamos un motivo de peso: una gran pelea, una infidelidad, etc. Cuando no ser feliz debería ser un motivo de peso más que suficiente para acabar con una relación, o como mínimo, para transformarla.

El príncipe y yo (Martha Coolidge, 2004)

– A tus hermanos les cae bien.
– Mamá…
– Y a mí también.
– Ya lo veo. Ahora no puedo permitirme ese tipo de distracciones.
– La química no es sólo una asignatura. Vosotros la tenéis.
– Ya, ¿y me hago ilusiones pensando que es mi príncipe azul? ¿Que nos casaremos y viviremos felices? No puedo tirar tanto trabajo por la borda para ocuparme de hacer la comida y de cuidar a los niños.
– Cariño, a mí no me ha ido tan mal, ¿verdad?
– No lo decía por ti.
– Lo sé. Pero no estamos hablando de mí. Yo tomé mi decisión. Toma la decisión adecuada para ti.

Es evidente que no se puede pedir peras al olmo, y si algo no se espera de una comedia romántica de sobremesa es que se convierta en una lanza por la igualdad de género, pero seguramente este título se lleva la palma en varios sentidos.

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El argumento es un clásico de historias de princesas: el amor verdadero surge cuando las personas ocultan su identidad y permite a un miembro de la realeza saber que le aman por quien es y no por el cargo o las riquezas de que dispone. Una vez conseguido ese amor, entonces ambas partes deberán ajustarse a la realidad; en parte es una historia de ascenso social: la pareja recibe el premio de convertirse en parte de la realeza gracias a su generosidad y honestidad. Un clásico contemporáneo que revisitamos incluso cuando hablamos de relaciones reales: es la honestidad y la ética del trabajo de Letizia Ortiz la que la convierte en reina, dicen. Y por supuesto, es la enorme responsabilidad que abre ante ella el hacerse reina la que hace que merezca la pena que renuncie a su carrera profesional.

Volviendo a la película, Paige Morgan tiene una vocación muy clara que le importa hasta la obsesión: formarse como doctora para viajar por el mundo con Médicos sin Fronteras. Hasta que se topa con un compañero de laboratorio que resulta ser príncipe en Dinamarca de incógnito, y se enamora.

La conversación con la que abre este post, preocupantemente, no es a posteriori. No es un momento en que la protagonista deba plantearse a qué está dispuesta a renunciar en caso de convertirse en reina de Dinamarca, es una conversación con su madre cuando el príncipe no es más que «Eddie» y ni siquiera han llegado a besarse, aunque él no deja de mostrar su interés por ella.

La conversación da por sentado que si una mujer es ambiciosa y tiene objetivos profesionales propios debe renunciar al amor, puesto que el amor implica renunciar a estos para convertirse en ama de casa. Sin negociación. Incluso cuando la pareja es (al menos aparentemente) una persona mediocre sin grandes planes para sí, iniciar una relación implica poner en riesgo el proyecto vital de ella. Por supuesto, el príncipe danés está también dispuesto a renunciar al trono por ella: un sacrificio que no tiene nada de meritorio en tanto que es esa renuncia la que inicia la trama, pero que aún así se presenta como una escena clave.

El gran giro argumental de la película viene después de que ambos jóvenes decidan comprometerse inmediatamente, una decisión clásica del género. Paige decide renunciar (de nuevo) a la corona y al amor y vuelve a Estados Unidos para graduarse. El día en que finaliza sus estudios y va a poder incorporarse a la facultad a la que aspiraba, Edward aparece y, en un gesto que pone fin a la trama, le informa de que va a esperar a que se gradúe en Medicina. Y ese es el cuento de hadas. Paige lo consigue todo: su formación universitaria y su príncipe danés. Renuncia tras renuncia, finalmente es afortunada ya que la persona a su lado cede ante sus deseos. En ningún momento se confían el uno al otro las preocupaciones, las dudas; nunca planifican juntos. Edward vuelve a Dinamarca tras la enfermedad de su padre para convertirse en rey. Paige corre tras él y abandona sus estudios. Se comprometen. Edward y Paige son preparados para la coronación de forma separada; sólo planifican juntos el lugar en el que pasarán la luna de miel. Paige observa a Edward reinar y este la mira y la menciona como símbolo de la incorporación de la influencia de ella en su vida, pero no conversan. No dialogan. No negocian. 

Las personas ambiciosas, las personas con grandes planes y grandes responsabilidades, toman solas sus decisiones, y luego sus parejas se acoplan a ellas o no. Principalmente sus parejas femeninas, claro. Así, ¿cómo va a ser posible tener una vocación y una relación romántica al mismo tiempo?

50 sombras de Grey: del BDSM al maltrato

50 sombras de GreyUna trilogía de best-sellers que promete remover la sexualidad femenina. Que, al parecer, ha despertado en las mujeres más mayores, en esas que se criaron bajo el régimen franquista, su derecho a la fantasía sexual. Y una piensa que eso es fantástico y que es liberador, y entonces se lee los libros.
Una amiga decía: «ni siquiera es BDSM«, y es cierto. No lo es. Es, básicamente, maltrato. El BDSM es el lazo, el camuflaje, la máscara. Es lo que hace legítimo el impulso de control de Christian Grey sobre Anastasia.

La historia tiene todos los componentes del amor clásico de cuento de hadas, de película romántica de adolescentes: mujer joven inconsciente de hasta qué punto es atractiva se enamora perdidamente de un hombre poderoso que parece estar fuera de su alcance pero renuncia a todo lo que es y, mágicamente, obtiene su amor.

Todo muy sano. Muy romántico. De hecho, no lo olvidemos, la película se estrenará en San Valentín.

Ana Steele pasa los tres tomos revolviéndose contra ese control: se empeña en mantener su piso, mantener su dieta, mantener su trabajo, rechazar determinadas prácticas. Una rebelde. Y eso es precisamente lo que enciende el ansia del personaje masculino: Ana siempre es divertida porque siempre tiene que volver a seducirla, volver a domesticarla. Por supuesto, la trama se ocupa de ir demostrando, punto a punto, acción a acción, que Ana se equivoca. Esa mujer-niña que es la protagonista tiene que enfrentarse al acoso sexual porque ha cometido la imprudencia de seguir trabajando cuando no lo necesita, cuando su pareja puede mantenerla. Se niega a determinadas prácticas porque no sabe que se va a ir acostumbrando al dolor y la humillación hasta que le parezcan agradables, pobre, ella tan poco conectada con su cuerpo. Se empeña en vivir a su manera porque no sabe lo bien que le va a ir todo cuando obedezca: lo guapa que estará, lo cuidada que estará, lo feliz que será a costa de todo lo que la querrá y protegerá Christian Grey.

Esto es maltrato. Si no puedes trabajar, si no puedes ver a tus amigos, si tu pareja decide qué te pones, qué comes, cuándo haces ejercicio, cuándo y cómo tenéis sexo, entonces es maltrato.

Pero hay tres cosas que ocultan el maltrato que vertebra esta relación. La primera, el BDSM, que es la más evidente. Toda una subcultura desde el punto de vista de las personas que no lo practican y que la imaginan de una forma aberrante. Ese cuarto del placer de Grey que en nuestra mitología popular es una puerta al infierno. Es esa clásica posición de que en el momento en que una mujer (particularmente una mujer) acepta según qué tipo de prácticas sexuales, lo que venga detrás es consecuencia de la depravación. Es el mismo tipo de lógicas que subyacen bajo la culpabilización de la víctima de una violación: si andas sola, si vives sola, si caminas por la calle de noche, te expones. Si te dejas atar en un acto sexual, entonces es normal que tu pareja no te deje salir.

La segunda, el cuento de hadas. Christian Grey no es un hombre cualquiera. Es un millonario de 27 años. Es guapo, es rico, es culto (las referencias a la música clásica, por ejemplo). Anastasia Steele es una chica torpe, que se siente poco agraciada, que viste mal, que tartamudea en público. Grey se convierte al mismo tiempo en el príncipe y en el hada madrina: la transforma en alguien mejor, en alguien digno de ese amor, de esa riqueza, de las citas en helicóptero y los yates como regalo de cumpleaños. Mejora, económicamente, el estilo de vida de Ana, colocándola en el estatus de mujer objeto de otras tantas princesas de cuento cuya historia se acaba tan pronto llega el beso del príncipe.

La Bella y la Bestia se peleanY la última, y probablemente la más importante, es la empatía con Grey. La compasión que despierta la historia personal de Christian Grey como niño. Los abusos recibidos que justifican los abusos ejercidos sobre otras personas. Esa naturaleza monstruosa e incontrolable. Como en la Bella y la Bestia, Grey no puede evitar herir a Anastasia; pero, a cambio, puede compensarla haciéndole regalos: una biblioteca, un incunable; el paralelismo es tan directo que no da mucho juego a la interpretación. En cambio, Bella y Anastasia no agreden, huyen: lo que, a su vez, despierta la ira de sus respectivas bestias. La forma de enfrentarse a la agresión y los abusos es, en el caso de la mujer, la conversión. El sacrificio, la tolerancia, para, poco a poco, ir educando al maltratador, redimirlo. El amor se convierte así en un proyecto permanente, en el arma blanda de la mujer enamorada: te querré y te curarás.

Y este posicionamiento es precisamente el que justifica todo tipo de relaciones tóxicas, ya lleguen al maltrato o no. El creer que el amor de una es omnipotente y sanador. Un tema que sin duda da mucho más juego que un simple cierre de post…

Manifestaciones de Pigmalión (My fair lady, George Cuckor, 1964)

El colmo del narcisismo es cuando llegamos al punto en que solo podemos enamorarnos de aquellas personas a las que previamente hemos moldeado. Pigmalión se enamoró de una estatua que él mismo había creado. Los personajes de la mitología griega son muy de enamorarse de cualquier cosa, pero en la vida cotidiana muchas personas, de un modo u otro, nos vemos presas de este síndrome de Pigmalión.

La forma en que se manifiesta varía según el género, pero las bases son las mismas. Esas famosas novias que compran la ropa de su chico hasta cambiarle la forma de vestir, o esos novios que a fuerza de recomendaciones (literatura, música, bares, lo mismo me da) van convirtiendo a sus parejas en pequeñas réplicas unas de otras tienen mucho en común.

En primer lugar, que se alimentan de la inferioridad de la persona que tienen enfrente. En My fair lady, la brutal diferencia de clases; me vale esta como me vale Pretty Woman y como me vale la Cenicienta. Desde la posición de poder y la superioridad que esta les otorga, moldean a esas personas «por su bien», para que sean capaces de integrarse en un estatus social superior al suyo. En la vida cotidiana, esto suele ir precedido de pequeñas observaciones sobre la forma de vestir o el estilo de vida de la otra persona, que poco a poco van aumentando su tono despectivo. Que van ahondando sobre esa sensación de inferioridad y vuelven a la persona destinataria de esos mensajes vulnerable y por tanto receptiva a la manipulación.

En segundo lugar, muestra una incapacidad de querer a otro. La pareja se convierte en un producto del yo, una proyección de los propios ideales, de las propias capacidades. Se busca a alguien no por quien es, sino por el potencial que tiene para llegar a ser lo que buscamos. El proceso de cambio lo damos por hecho, sin cuestionar.

Pigmalión, de Ivan Koulachov, via jlmirall.es

Pigmalión, de Ivan Koulakov, via jlmirall.es

 

Y luego está la tercera forma, que tiende a ser femenina y que tiene mucho que ver con el rol tradicional de cuidadoras y sanadoras. El amor por sujetos con carencias afectivas y otros comportamientos insanos interpersonales a los que creemos que podremos cambiar, también, «enseñar a querer». Esta forma es mucho más sutil, porque se basa en un principio supuestamente altruista; pero en realidad tiene mucho que ver con la visión del amor como sacrificio. Y esta es la fórmula clásica del romanticismo made in Hollywood: uno de los miembros de la pareja, generalmente el hombre, se muestra emocionalmente inaccesible hasta que cede al enamoramiento y alcanza una vida plena.

Cuando tenemos a nuestro alrededor a una de esas personas que pasa de una relación masoquista a la siguiente, creemos que es un problema de idealización, de no poder ver a la persona tal y como es. Generalmente esto ni siquiera es así. Se ve a la persona tal y como es, y ese es el reto: sin esos problemas insalvables como motor, la relación no parece suficientemente relevante, no hay un motivo por el que luchar.

La motivación es difícilmente cuestionable porque parte de un amor incondicional. Algo que, personalmente, me parece muy hermoso y muy necesario, siempre y cuando no lo mezclemos con el amor romántico. Un amigo solía decir que «a la gente hay que quererla como es o no quererla en absoluto», y estoy completamente de acuerdo. Pero si queremos a alguien cuyas taras afectivas no le permiten mantener una relación de pareja mínimamente satisfactoria para la otra parte, entonces mejor evitar este tipo de compromisos. Y si queremos ayudarle, hacerlo desde un lugar donde no pongamos en riesgo nuestras propias necesidades y afectos.

En lugar de proteger a los demás, en lugar de cambiar a los demás, sería mucho más interesante dedicar todo ese esfuerzo a mejorar nosotros mismos, a proteger nuestros sentimientos y no solo los ajenos. Entre otras cosas porque si dedicáramos tiempo suficiente a lamer nuestras heridas, probablemente también estaríamos arrastrando menos taras para la siguiente relación. De hecho, en la versión original de la obra de Shaw, Eliza se aleja de su «mentor». Que en todas las adaptaciones se altere el final dice bastante de lo que se espera de nosotros, moldeadores y moldeables.

Alejémonos de Pigmaliones. Y de Galateas.

San Valentín: martirio o barbarie

Mañana se celebra el Día de los Enamorados. Una celebración que nace en el Imperio Romano como homenaje a un sacerdote que se opuso al decreto imperial que impedía los matrimonios entre jóvenes (con la intención de asegurar la soltería de los soldados), por lo que fue encarcelado y martirizado, el 14 de febrero del año 270 d. C.

A día de hoy el Día de los Enamorados es una tradición simbólica y capitalista que poco tiene ya que ver con el homenaje al mártir, pero no hemos conseguido aún desvincular al propio amor romántico del concepto del martirio.

Romeo y Julieta, esa gran historia de amor de nuestra cultura, narra el amor de dos jóvenes que deciden casarse nada más conocerse, oponiéndose a sus familias, y provocando directa o indirectamente la muerte de varios de sus miembros, además de la suya propia. En cuestión de pocos días se encuentran, se enamoran, se casan y se suicidan.

Gente que quiere un romance como el de Romeo y Julieta

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En estas grandes epopeyas del romanticismo hay muertos, hay angustia, hay una necesidad del otro tan fuerte que no cabe sino el sacrificio de todo, incluyendo la propia vida, en pos del amor. El que este amor sea más bien enamoramiento, y tenga que ver con la fascinación inicial de dos personas que apenas se conocen no contribuye en absoluto a justificar ese heroísmo de los protagonistas.Sería interesante poder ver si seguiríamos hablando de Titanic diecisiete años después si Jack no se hubiera sacrificado por Rose, si no pudiéramos preguntarnos permanentemente por qué no se salvaron ambos («es evidente que cabían en la tabla«, en fin).

Ejemplo a ejemplo, en nuestro imaginario se va instalando la idea de que el amor es instantáneo, voraz, sufriente. No somos capaces de creer en el amor si no va acompañado de esa angustia vital. El amor es el joven Werther volándose la cabeza por un amor no correspondido. Lo demás no es amor, es capricho.

Las rupturas y los desengaños se lloran, se vomitan, se sangran. Y eso es lo que aporta autenticidad al amor. Le damos más credibilidad a quien deja de comer, de dormir y de concentrarse por un enamoramiento que a quien tiene una relación no posesiva y duradera en el tiempo. El martirio es nuestro estándar del estar enamorado.

Visto así, casi prefiero que hayamos olvidado las raíces de esta celebración y las cambiemos por comer bombones. Será capitalista, pero me parece más sano.

Wilkinson ‘Afterglow’ (Rémy Cayuela, 2013)

El vídeoclip de Rémy Cayuela para Afterglow, de Wilkinson, nos cuenta una historia mucho más rica que la canción. Paul y Dana llevan 5 años saliendo, y eso se transforma visualmente en una lista de pequeñas cosas que todas las personas acumulan durante una relación. Las más obvias (el piso, los cumpleaños) y, lo más importante, las que suelen pasar inadvertidas.

Paul y Dana dejan de hacer cosas (143 libros sin leer, 702 tareas sin hacer), pero el mensaje no es que dejen de hacerlas «por el otro», sino que las sustituyen por otras cosas que hacen juntos (16 viajes, 58 conciertos, 128 películas,  15843 muertos jugando a la consola, salen de fiesta – muchas cervezas, copas, y resacas). Practican sexo con frecuencia y con juguetes, satisfactorio para ambos, con lugar a las fantasías. Comparten música, secretos, y cenas románticas en sitios de comida rápida.

Existe una cierta tendencia a la dependencia en la forma en la que se cuenta esta relación: 3897 llamadas de teléfono son dos llamadas diarias; pasar 23 días y 23 noches separados en dos años parece implicar una convivencia desde el principio. Y también asusta la frivolidad con la que se trata la violencia dentro de la pareja cuando hablan de peleas reales y de bromas de mal gusto. Dejan 12 amigos detrás. Desde luego, está lejos de ser una relación perfecta, pero es una representación bastante realista de una pareja que comparte estilo de vida y disfruta unida de la rutina, dejando atrás las grandes esperanzas.

 

David y Claudia (Los Planetas, 1996)

Puedo hacer lo que quiera,
puedo hacer una esfera
y viajar en su interior
y llegar a las estrellas.

Puedo hacer que te vuelvas,
desde dentro hacia fuera.
Puedo hacer que no haya Sol,
puedo hacer que no lo veas
y que nadie nos recuerde nunca más.

Puedo hacer una prueba,
puedo hacer que me quieras,
puedo andar dentro de ti,
puedo estar en tu cabeza y
que no mires a nadie nunca más.

 

Durante muchos años, David y Claudia fue mi canción de amor favorita. Y, de hecho, la idea de este blog surgió al escucharla. En unas pocas frases, David y Claudia consolida una de esas ideas tan consolidadas en torno al romanticismo: tú y yo, juntos, somos imparables y podemos hacer cuanto queramos: no hay prueba demasiado grande que no podamos superar si lo hacemos juntos, o incluso si lo hacemos separados basándonos en este amor que nos da fuerzas.

Sin embargo, esa invulnerabilidad y esa omnipotencia tienen precio: el aislamiento. «Que nadie nos recuerde nunca más». ¿Cuántas personas se pierden en su relación al comenzar esta hasta el punto de dejar de ver a sus amigos, a su familia, de desatender sus obligaciones?

Y, lo que es peor: ese amor idealizado y omnipotente… Es forzoso. «Puedo hacer una prueba, puedo hacer que me quieras». ¿Por qué debemos forzar a alguien a querernos? ¿Y cómo es posible que nuestra aspiración frente a una próxima pareja sea «que no mires a nadie nunca más»?

Imagen de La Rodaja de Plastico

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