Manifestaciones de Pigmalión (My fair lady, George Cuckor, 1964)
El colmo del narcisismo es cuando llegamos al punto en que solo podemos enamorarnos de aquellas personas a las que previamente hemos moldeado. Pigmalión se enamoró de una estatua que él mismo había creado. Los personajes de la mitología griega son muy de enamorarse de cualquier cosa, pero en la vida cotidiana muchas personas, de un modo u otro, nos vemos presas de este síndrome de Pigmalión.
La forma en que se manifiesta varía según el género, pero las bases son las mismas. Esas famosas novias que compran la ropa de su chico hasta cambiarle la forma de vestir, o esos novios que a fuerza de recomendaciones (literatura, música, bares, lo mismo me da) van convirtiendo a sus parejas en pequeñas réplicas unas de otras tienen mucho en común.
En primer lugar, que se alimentan de la inferioridad de la persona que tienen enfrente. En My fair lady, la brutal diferencia de clases; me vale esta como me vale Pretty Woman y como me vale la Cenicienta. Desde la posición de poder y la superioridad que esta les otorga, moldean a esas personas «por su bien», para que sean capaces de integrarse en un estatus social superior al suyo. En la vida cotidiana, esto suele ir precedido de pequeñas observaciones sobre la forma de vestir o el estilo de vida de la otra persona, que poco a poco van aumentando su tono despectivo. Que van ahondando sobre esa sensación de inferioridad y vuelven a la persona destinataria de esos mensajes vulnerable y por tanto receptiva a la manipulación.
En segundo lugar, muestra una incapacidad de querer a otro. La pareja se convierte en un producto del yo, una proyección de los propios ideales, de las propias capacidades. Se busca a alguien no por quien es, sino por el potencial que tiene para llegar a ser lo que buscamos. El proceso de cambio lo damos por hecho, sin cuestionar.
Y luego está la tercera forma, que tiende a ser femenina y que tiene mucho que ver con el rol tradicional de cuidadoras y sanadoras. El amor por sujetos con carencias afectivas y otros comportamientos insanos interpersonales a los que creemos que podremos cambiar, también, «enseñar a querer». Esta forma es mucho más sutil, porque se basa en un principio supuestamente altruista; pero en realidad tiene mucho que ver con la visión del amor como sacrificio. Y esta es la fórmula clásica del romanticismo made in Hollywood: uno de los miembros de la pareja, generalmente el hombre, se muestra emocionalmente inaccesible hasta que cede al enamoramiento y alcanza una vida plena.
Cuando tenemos a nuestro alrededor a una de esas personas que pasa de una relación masoquista a la siguiente, creemos que es un problema de idealización, de no poder ver a la persona tal y como es. Generalmente esto ni siquiera es así. Se ve a la persona tal y como es, y ese es el reto: sin esos problemas insalvables como motor, la relación no parece suficientemente relevante, no hay un motivo por el que luchar.
La motivación es difícilmente cuestionable porque parte de un amor incondicional. Algo que, personalmente, me parece muy hermoso y muy necesario, siempre y cuando no lo mezclemos con el amor romántico. Un amigo solía decir que «a la gente hay que quererla como es o no quererla en absoluto», y estoy completamente de acuerdo. Pero si queremos a alguien cuyas taras afectivas no le permiten mantener una relación de pareja mínimamente satisfactoria para la otra parte, entonces mejor evitar este tipo de compromisos. Y si queremos ayudarle, hacerlo desde un lugar donde no pongamos en riesgo nuestras propias necesidades y afectos.
En lugar de proteger a los demás, en lugar de cambiar a los demás, sería mucho más interesante dedicar todo ese esfuerzo a mejorar nosotros mismos, a proteger nuestros sentimientos y no solo los ajenos. Entre otras cosas porque si dedicáramos tiempo suficiente a lamer nuestras heridas, probablemente también estaríamos arrastrando menos taras para la siguiente relación. De hecho, en la versión original de la obra de Shaw, Eliza se aleja de su «mentor». Que en todas las adaptaciones se altere el final dice bastante de lo que se espera de nosotros, moldeadores y moldeables.
Alejémonos de Pigmaliones. Y de Galateas.