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Amor, admiración, ¿anulación?

¿Qué quieres que te diga?
¿Que mi vida va genial?
¿Que todo transcurre tal y como lo pensé,
tal cual, sin más?
¿Que todas mis decisiones
pasan por un autotune de aciertos?
Qué más da, si no lo vas a escuchar.

¿Qué quieres que te diga?
¿Que escogiste lo mejor?
¿Que ya no quedaba amor?
¿Que no me merecías porque eras lo peor?
¿Qué tengo mil ilusiones,
qué ya no queda ni un gramo de pena?
Qué más da. Nunca supiste escuchar.

¿Qué quieres que te diga?
¿Que el tiempo va a mejorar,
que el gobierno está fatal,
que el Barça hoy ha vuelto a pinchar?
¿Qué quieres que te diga,
que sin ti no puedo más,
Que mi vida se rompió cuando te fuiste sin pensar que

nunca, nunca más me iba a recuperar
porque cuando tú jugabas yo creía
que lo que hacías era amar?
Y mientras,
yo me enamoraba como un fan
de tu voz, de tus amigos, de tu ropa
y de tu forma de mirar.

¿Qué quieres que te diga?
¿Que prefiero pasear por la playa
y escuchar a Billy Joel, o quizás a Ben Folds Five,
porque sé que tú los odiabas,
no eran suficientemente indies…?
Qué más da. Tú siempre fuiste lo más.

¿Qué quieres que te diga?
¿Que el trabajo no está mal,
que cerraron el local donde solíamos tocar?
¿Qué quieres que te diga,
que me arrancaste el corazón?
Y hoy se te ocurre venir a pedir perdón
Después de un siglo o dos.

(La Casa Azul – Como un fan)

Este post es un exorcismo, una confesión, una hoja de diario; muy poco filosófica, ni psicológica, ni sociológica. Me enamoré como una fan casi a la vez que era lanzada esta canción; y no era la primera vez. Y es una forma terrible de enamorarse. Bebía cada una de sus palabras. Sus gustos eran mis deberes. Lo que en aquella época leía, veía o escuchaba está todavía tan relacionado con su persona que tengo autores, cineastas y grupos vetados aún, diez años después. Por si a alguien le cabía duda, la historia acabó mal, fatal. De hecho suelo presumir de que entre mis ex parejas se cuentan varios de mis mejores amigos pero en este caso aún no podemos estar en la misma habitación sin que se enrarezca el ambiente. Sí, diez años después.Si intento entender por qué aquella relación me dolió tanto a día de hoy sigo sin entenderlo bien. El pasado 25N una chica que conozco y que trabaja precisamente sobre el amor en su tesis nos proponía en Facebook que analizásemos entre las formas sutiles de dominación dentro de la pareja la que se construye desde la admiración, que cuestionásemos nuestro propio deseo. «¿Por qué tanta necesidad de admirar? Y sobre todo ¿qué es lo que consideramos admirable?» Me parecen dos preguntas indispensables para pensar sobre cómo nos enamoramos.

She's hot she's read everything

¿Es Alex Vause, de Orange is the new black, también sapiosexual?

Al buscar quien me guíe, busco a quien sepa más que yo. Me coloco inmediatamente en la posición de aprendiz. ¿Qué implica eso? Para empezar, que mi capacidad crítica se ve tremendamente mermada. Esa persona ya no tiene fallos. Siempre tiene razón. Eso empieza a generar dudas, una tras otra, sobre el propio criterio. ¿Es cierto esto que creo? ¿Estoy segura de que disfruto con esto? Una base fantástica, por cierto, para las relaciones tóxicas de todo tipo. No es necesario que alguien te haga sentir inútil si tú misma ya te has colocado en esa posición a costa de idolatrar a la otra persona, de creer que ella es el producto terminado y tú quien aún tiene un largo camino por recorrer.¿Cuántas de las personas que conocéis consideran que la admiración es un componente indispensable del amor? George Sand decía que el amor, sin admiración, es sólo amistad. Si contesto instintivamente, yo misma levantaría la mano. Necesito admirar para enamorarme porque, como esta chica proponía, hay una cierta sensación de estatus construida en torno al amar a quien es mejor que nosotros. Y así, no amamos al compañero, sino al guía. Admiramos la inteligencia; y ojo, que esto es preocupante: creemos que las personas negativas son más inteligentes, encima.

To me you are perfect

Una profecía que, en realidad, se autocumple. Incluso aunque tenga qué aportar, no lo voy a demostrar. Como un perrillo faldero, soy yo quien se entusiasma, quien admira, quien sigue, quien imita. La otra persona se puede sentir halagada, incluso obligada. Pero en estas condiciones no hay forma de que se sienta entusiasmada por estar conmigo. Y leía hace poco que si las dos partes no sienten entusiasmo, no hay nada que hacer. Me parece un buen criterio. La relación se convierte en un cementerio para las aspiraciones de una de las dos partes, que se coloca en el plano secundario. Pero también para el orgullo, la admiración y la sorpresa de quien se coloca en la posición de superioridad. También me he visto en esas, y aquel guía me dejó porque «había dejado de ser yo misma». Eso es lo que pasa cuando una se enamora como una fan. Que desaparece en el otro. Y nadie quiere estar con una cáscara vacía (de hecho, si alguien quiere estar con vosotros cuando no sois vosotros mismos, huid; es un síntoma de narcisismo bastante chungo no echar de menos a la persona por la que os habíais sentido atraídos cuando desaparece para convertirse en vuestro espejo).

Creo que esto nos pasa más a las mujeres. Supongo que por varios factores que confluyen en torno a esta desigualdad de poderes, que queda perfectamente reflejada en el «detrás de un gran hombre hay una gran mujer». Detrás. La Mujer-Pigmalión puede sentirse perfectamente realizada gracias a lo que ha conseguido que su pareja sea, que sus hijos sean. En ciencia, lo llamamos «Efecto Matilda«. En las revistas de estilo de vida, han decidido llamarlo «sapiosexualidad«: el fenómeno de sentirse atraído por la inteligencia ajena. O quizá deberíamos decir «atraída»: al buscar sapiosexual en Google, tres de las diez entradas de la primera página hablan de «mujeres sapiosexuales» expresamente. De entre las que no están marcadas en el título, otra más está ilustrada con una mujer, otra con una pareja heterosexual (aunque en el pie de foto se dice expresamente «Las mujeres sapiosexuales sienten atracción por los hombres inteligentes«, como si no pudiera suceder a la inversa), y otra comienza diciendo: «Hace rato fue derribado el estereotipo de la mina que va tras el dinero, éxito y belleza de un hombre. Quizás quedan algunas por ahí, pero hoy la moda es otra: los sapiosexuales, una especie más común de lo que pensabas.»

Es decir: la atracción por la inteligencia viene a sustituir la atracción por el dinero y el éxito por los que las mujeres han cambiado tradicionalmente su belleza física. La inteligencia, lógicamente, está asociada al estatus en la sociedad del conocimiento. ¿Pensaban ustedes que eran menos superficiales porque les atraía más una buena conversación que un buen tono muscular? Se equivocaban. En realidad es el mismo mecanismo superficial, aplicado a los nuevos tiempos. Mala suerte.

Y, ¿saben una cosa? El problema del amor basado en las mentes es que es pegajoso. Se queda adherido a las canciones, a los libros, a las películas. Nos ataca por sorpresa detrás de algunas palabras del diccionario y se come nuestros gustos. Y de pronto, con la ruptura, no perdemos sólo a esa persona. Detrás de ella se van discografías completas, el cine francés, tres estaciones de metro, una forma de hablar y de escribir.

Cada persona que forma parte de nuestra vida deja una herencia, un aprendizaje. Qué bonito sería entenderlo así y hacerlo nuestro de forma natural, progresiva, selectiva. Y mutua. Y compartir lo que nosotras también hemos aprendido, y seguimos aprendiendo por otras vías. E intercambiarnos, en lugar de anularnos.

Y que no tengan que pasar diez años para poder volver a leer a Pizarnik.

Manifestaciones de Pigmalión (My fair lady, George Cuckor, 1964)

El colmo del narcisismo es cuando llegamos al punto en que solo podemos enamorarnos de aquellas personas a las que previamente hemos moldeado. Pigmalión se enamoró de una estatua que él mismo había creado. Los personajes de la mitología griega son muy de enamorarse de cualquier cosa, pero en la vida cotidiana muchas personas, de un modo u otro, nos vemos presas de este síndrome de Pigmalión.

La forma en que se manifiesta varía según el género, pero las bases son las mismas. Esas famosas novias que compran la ropa de su chico hasta cambiarle la forma de vestir, o esos novios que a fuerza de recomendaciones (literatura, música, bares, lo mismo me da) van convirtiendo a sus parejas en pequeñas réplicas unas de otras tienen mucho en común.

En primer lugar, que se alimentan de la inferioridad de la persona que tienen enfrente. En My fair lady, la brutal diferencia de clases; me vale esta como me vale Pretty Woman y como me vale la Cenicienta. Desde la posición de poder y la superioridad que esta les otorga, moldean a esas personas «por su bien», para que sean capaces de integrarse en un estatus social superior al suyo. En la vida cotidiana, esto suele ir precedido de pequeñas observaciones sobre la forma de vestir o el estilo de vida de la otra persona, que poco a poco van aumentando su tono despectivo. Que van ahondando sobre esa sensación de inferioridad y vuelven a la persona destinataria de esos mensajes vulnerable y por tanto receptiva a la manipulación.

En segundo lugar, muestra una incapacidad de querer a otro. La pareja se convierte en un producto del yo, una proyección de los propios ideales, de las propias capacidades. Se busca a alguien no por quien es, sino por el potencial que tiene para llegar a ser lo que buscamos. El proceso de cambio lo damos por hecho, sin cuestionar.

Pigmalión, de Ivan Koulachov, via jlmirall.es

Pigmalión, de Ivan Koulakov, via jlmirall.es

 

Y luego está la tercera forma, que tiende a ser femenina y que tiene mucho que ver con el rol tradicional de cuidadoras y sanadoras. El amor por sujetos con carencias afectivas y otros comportamientos insanos interpersonales a los que creemos que podremos cambiar, también, «enseñar a querer». Esta forma es mucho más sutil, porque se basa en un principio supuestamente altruista; pero en realidad tiene mucho que ver con la visión del amor como sacrificio. Y esta es la fórmula clásica del romanticismo made in Hollywood: uno de los miembros de la pareja, generalmente el hombre, se muestra emocionalmente inaccesible hasta que cede al enamoramiento y alcanza una vida plena.

Cuando tenemos a nuestro alrededor a una de esas personas que pasa de una relación masoquista a la siguiente, creemos que es un problema de idealización, de no poder ver a la persona tal y como es. Generalmente esto ni siquiera es así. Se ve a la persona tal y como es, y ese es el reto: sin esos problemas insalvables como motor, la relación no parece suficientemente relevante, no hay un motivo por el que luchar.

La motivación es difícilmente cuestionable porque parte de un amor incondicional. Algo que, personalmente, me parece muy hermoso y muy necesario, siempre y cuando no lo mezclemos con el amor romántico. Un amigo solía decir que «a la gente hay que quererla como es o no quererla en absoluto», y estoy completamente de acuerdo. Pero si queremos a alguien cuyas taras afectivas no le permiten mantener una relación de pareja mínimamente satisfactoria para la otra parte, entonces mejor evitar este tipo de compromisos. Y si queremos ayudarle, hacerlo desde un lugar donde no pongamos en riesgo nuestras propias necesidades y afectos.

En lugar de proteger a los demás, en lugar de cambiar a los demás, sería mucho más interesante dedicar todo ese esfuerzo a mejorar nosotros mismos, a proteger nuestros sentimientos y no solo los ajenos. Entre otras cosas porque si dedicáramos tiempo suficiente a lamer nuestras heridas, probablemente también estaríamos arrastrando menos taras para la siguiente relación. De hecho, en la versión original de la obra de Shaw, Eliza se aleja de su «mentor». Que en todas las adaptaciones se altere el final dice bastante de lo que se espera de nosotros, moldeadores y moldeables.

Alejémonos de Pigmaliones. Y de Galateas.

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