El príncipe y yo (Martha Coolidge, 2004)
– A tus hermanos les cae bien.
– Mamá…
– Y a mí también.
– Ya lo veo. Ahora no puedo permitirme ese tipo de distracciones.
– La química no es sólo una asignatura. Vosotros la tenéis.
– Ya, ¿y me hago ilusiones pensando que es mi príncipe azul? ¿Que nos casaremos y viviremos felices? No puedo tirar tanto trabajo por la borda para ocuparme de hacer la comida y de cuidar a los niños.
– Cariño, a mí no me ha ido tan mal, ¿verdad?
– No lo decía por ti.
– Lo sé. Pero no estamos hablando de mí. Yo tomé mi decisión. Toma la decisión adecuada para ti.
Es evidente que no se puede pedir peras al olmo, y si algo no se espera de una comedia romántica de sobremesa es que se convierta en una lanza por la igualdad de género, pero seguramente este título se lleva la palma en varios sentidos.
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Imagen via Filmaffinity |
El argumento es un clásico de historias de princesas: el amor verdadero surge cuando las personas ocultan su identidad y permite a un miembro de la realeza saber que le aman por quien es y no por el cargo o las riquezas de que dispone. Una vez conseguido ese amor, entonces ambas partes deberán ajustarse a la realidad; en parte es una historia de ascenso social: la pareja recibe el premio de convertirse en parte de la realeza gracias a su generosidad y honestidad. Un clásico contemporáneo que revisitamos incluso cuando hablamos de relaciones reales: es la honestidad y la ética del trabajo de Letizia Ortiz la que la convierte en reina, dicen. Y por supuesto, es la enorme responsabilidad que abre ante ella el hacerse reina la que hace que merezca la pena que renuncie a su carrera profesional.
Volviendo a la película, Paige Morgan tiene una vocación muy clara que le importa hasta la obsesión: formarse como doctora para viajar por el mundo con Médicos sin Fronteras. Hasta que se topa con un compañero de laboratorio que resulta ser príncipe en Dinamarca de incógnito, y se enamora.
La conversación con la que abre este post, preocupantemente, no es a posteriori. No es un momento en que la protagonista deba plantearse a qué está dispuesta a renunciar en caso de convertirse en reina de Dinamarca, es una conversación con su madre cuando el príncipe no es más que «Eddie» y ni siquiera han llegado a besarse, aunque él no deja de mostrar su interés por ella.
La conversación da por sentado que si una mujer es ambiciosa y tiene objetivos profesionales propios debe renunciar al amor, puesto que el amor implica renunciar a estos para convertirse en ama de casa. Sin negociación. Incluso cuando la pareja es (al menos aparentemente) una persona mediocre sin grandes planes para sí, iniciar una relación implica poner en riesgo el proyecto vital de ella. Por supuesto, el príncipe danés está también dispuesto a renunciar al trono por ella: un sacrificio que no tiene nada de meritorio en tanto que es esa renuncia la que inicia la trama, pero que aún así se presenta como una escena clave.
El gran giro argumental de la película viene después de que ambos jóvenes decidan comprometerse inmediatamente, una decisión clásica del género. Paige decide renunciar (de nuevo) a la corona y al amor y vuelve a Estados Unidos para graduarse. El día en que finaliza sus estudios y va a poder incorporarse a la facultad a la que aspiraba, Edward aparece y, en un gesto que pone fin a la trama, le informa de que va a esperar a que se gradúe en Medicina. Y ese es el cuento de hadas. Paige lo consigue todo: su formación universitaria y su príncipe danés. Renuncia tras renuncia, finalmente es afortunada ya que la persona a su lado cede ante sus deseos. En ningún momento se confían el uno al otro las preocupaciones, las dudas; nunca planifican juntos. Edward vuelve a Dinamarca tras la enfermedad de su padre para convertirse en rey. Paige corre tras él y abandona sus estudios. Se comprometen. Edward y Paige son preparados para la coronación de forma separada; sólo planifican juntos el lugar en el que pasarán la luna de miel. Paige observa a Edward reinar y este la mira y la menciona como símbolo de la incorporación de la influencia de ella en su vida, pero no conversan. No dialogan. No negocian.
Las personas ambiciosas, las personas con grandes planes y grandes responsabilidades, toman solas sus decisiones, y luego sus parejas se acoplan a ellas o no. Principalmente sus parejas femeninas, claro. Así, ¿cómo va a ser posible tener una vocación y una relación romántica al mismo tiempo?