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Por qué soy fan de Divergente

Vaya por delante: soy una gran admiradora del género. Los juegos del hambre, las sagas de Scott Westerfeld… Dame unos adolescentes peleando por su vida en un entorno distópico y devoro las páginas sin sentirlas.

En este sentido, Divergente no es mejor que la saga de Collins, al menos desde mi punto de vista. Pero cuenta con una ventaja de la que carece en general toda la literatura juvenil (de ciencia ficción o no) que he leído, y es que dentro de una serie de carencias afectivas descomunales arrastradas por la educación recibida en las facciones, Tris y Cuatro tienen una historia de amor sana y constructiva para ambos. Aleluya.

Me enamoré de él. Pero no simplemente estoy con él por defecto, como si no hubiera nadie más disponible para mí. Estoy con él porque lo elijo, cada día que me despierto, cada día que nos peleamos o nos mentimos el uno al otro o nos decepcionamos. Le elijo una y otra vez, y él me elige a mí.

Ambos personajes cuentan con la ventaja de compartir trayectoria vital: han abandonado a sus familias con la intención de incorporarse a otra facción de su sociedad estrictamente dividida. Por tanto, comparten valores de nacimiento (el altruismo, el sacrificio) pero también el espíritu crítico necesario como para entender que deben combinarlos con otros: que el sacrificio en sí mismo no significa lo suficiente, pero están dispuestos a hacerlo a cambio de salvar a otros; que el altruismo no implica la negación total de la necesidad de divertirse, de disfrutar, de ser felices. No es un mal esquema de partida.

Esto permite que se comprendan, que se reconozcan. Que vean al otro tal y como es, con sus defectos y virtudes; y esto les ayuda a convertirse en una motivación mutua para mejorar, pero no para transformarse en alguien diferente.

Eres débil, no tienes músculo. Nunca ganarás, así no. Pero eres rápida y puedes ganar si usas todo el cuerpo. Sigue trabajando.
(Cuatro a Tris, durante su iniciación en Osadía)

Cuatro enseña a Tris a pelear
No será la mejor saga de su género, pero a nivel romántico tiene mucho que enseñar a las demás.Pero ambos arrastran también sus propias complicaciones. Tienen dificultades para comunicarse: por una vez, esto no es exclusivo del rol masculino, misterioso y opaco, sino que fluye en ambas direcciones y aprenden juntos a resolverlo, y no tiene tanto que ver con su rol de género como con el entorno hiperregulado en el que se han criado (lo que, a diferencia del clásico «boys will be boys», convierte el problema en una construcción social a la que enfrentarse igual que lo hacen con el resto). Tienen dificultades para confiar en otros (también a consecuencia de la hipervigilancia en la ciudad y de la situación bélica en que se encuentran) pero aprenden, poco a poco, a confiar al menos el uno en el otro.

A diferencia de la Saga Crepúsculo, el personaje de ella, que llega desde fuera al mundo del que él ya forma parte (e incluso en el que es un líder) no es ni mucho menos un personaje secundario en la serie de acontecimientos que van a tener que vivir. No depende de las reacciones de Cuatro, no se anula en él. Ambos tienen sus propios miedos, amigos, prioridades. Juntos forman un equipo, y como tal pelean, considerando las necesidades de ambos. Con desencuentros, con malentendidos, e incluso a pesar de un final que contradice toda la dinámica creada a lo largo de la trilogía, tanto entre ellos como con respecto al universo en el que viven.

El príncipe y yo (Martha Coolidge, 2004)

– A tus hermanos les cae bien.
– Mamá…
– Y a mí también.
– Ya lo veo. Ahora no puedo permitirme ese tipo de distracciones.
– La química no es sólo una asignatura. Vosotros la tenéis.
– Ya, ¿y me hago ilusiones pensando que es mi príncipe azul? ¿Que nos casaremos y viviremos felices? No puedo tirar tanto trabajo por la borda para ocuparme de hacer la comida y de cuidar a los niños.
– Cariño, a mí no me ha ido tan mal, ¿verdad?
– No lo decía por ti.
– Lo sé. Pero no estamos hablando de mí. Yo tomé mi decisión. Toma la decisión adecuada para ti.

Es evidente que no se puede pedir peras al olmo, y si algo no se espera de una comedia romántica de sobremesa es que se convierta en una lanza por la igualdad de género, pero seguramente este título se lleva la palma en varios sentidos.

Imagen via Filmaffinity

El argumento es un clásico de historias de princesas: el amor verdadero surge cuando las personas ocultan su identidad y permite a un miembro de la realeza saber que le aman por quien es y no por el cargo o las riquezas de que dispone. Una vez conseguido ese amor, entonces ambas partes deberán ajustarse a la realidad; en parte es una historia de ascenso social: la pareja recibe el premio de convertirse en parte de la realeza gracias a su generosidad y honestidad. Un clásico contemporáneo que revisitamos incluso cuando hablamos de relaciones reales: es la honestidad y la ética del trabajo de Letizia Ortiz la que la convierte en reina, dicen. Y por supuesto, es la enorme responsabilidad que abre ante ella el hacerse reina la que hace que merezca la pena que renuncie a su carrera profesional.

Volviendo a la película, Paige Morgan tiene una vocación muy clara que le importa hasta la obsesión: formarse como doctora para viajar por el mundo con Médicos sin Fronteras. Hasta que se topa con un compañero de laboratorio que resulta ser príncipe en Dinamarca de incógnito, y se enamora.

La conversación con la que abre este post, preocupantemente, no es a posteriori. No es un momento en que la protagonista deba plantearse a qué está dispuesta a renunciar en caso de convertirse en reina de Dinamarca, es una conversación con su madre cuando el príncipe no es más que «Eddie» y ni siquiera han llegado a besarse, aunque él no deja de mostrar su interés por ella.

La conversación da por sentado que si una mujer es ambiciosa y tiene objetivos profesionales propios debe renunciar al amor, puesto que el amor implica renunciar a estos para convertirse en ama de casa. Sin negociación. Incluso cuando la pareja es (al menos aparentemente) una persona mediocre sin grandes planes para sí, iniciar una relación implica poner en riesgo el proyecto vital de ella. Por supuesto, el príncipe danés está también dispuesto a renunciar al trono por ella: un sacrificio que no tiene nada de meritorio en tanto que es esa renuncia la que inicia la trama, pero que aún así se presenta como una escena clave.

El gran giro argumental de la película viene después de que ambos jóvenes decidan comprometerse inmediatamente, una decisión clásica del género. Paige decide renunciar (de nuevo) a la corona y al amor y vuelve a Estados Unidos para graduarse. El día en que finaliza sus estudios y va a poder incorporarse a la facultad a la que aspiraba, Edward aparece y, en un gesto que pone fin a la trama, le informa de que va a esperar a que se gradúe en Medicina. Y ese es el cuento de hadas. Paige lo consigue todo: su formación universitaria y su príncipe danés. Renuncia tras renuncia, finalmente es afortunada ya que la persona a su lado cede ante sus deseos. En ningún momento se confían el uno al otro las preocupaciones, las dudas; nunca planifican juntos. Edward vuelve a Dinamarca tras la enfermedad de su padre para convertirse en rey. Paige corre tras él y abandona sus estudios. Se comprometen. Edward y Paige son preparados para la coronación de forma separada; sólo planifican juntos el lugar en el que pasarán la luna de miel. Paige observa a Edward reinar y este la mira y la menciona como símbolo de la incorporación de la influencia de ella en su vida, pero no conversan. No dialogan. No negocian. 

Las personas ambiciosas, las personas con grandes planes y grandes responsabilidades, toman solas sus decisiones, y luego sus parejas se acoplan a ellas o no. Principalmente sus parejas femeninas, claro. Así, ¿cómo va a ser posible tener una vocación y una relación romántica al mismo tiempo?

50 sombras de Grey: del BDSM al maltrato

50 sombras de GreyUna trilogía de best-sellers que promete remover la sexualidad femenina. Que, al parecer, ha despertado en las mujeres más mayores, en esas que se criaron bajo el régimen franquista, su derecho a la fantasía sexual. Y una piensa que eso es fantástico y que es liberador, y entonces se lee los libros.
Una amiga decía: «ni siquiera es BDSM«, y es cierto. No lo es. Es, básicamente, maltrato. El BDSM es el lazo, el camuflaje, la máscara. Es lo que hace legítimo el impulso de control de Christian Grey sobre Anastasia.

La historia tiene todos los componentes del amor clásico de cuento de hadas, de película romántica de adolescentes: mujer joven inconsciente de hasta qué punto es atractiva se enamora perdidamente de un hombre poderoso que parece estar fuera de su alcance pero renuncia a todo lo que es y, mágicamente, obtiene su amor.

Todo muy sano. Muy romántico. De hecho, no lo olvidemos, la película se estrenará en San Valentín.

Ana Steele pasa los tres tomos revolviéndose contra ese control: se empeña en mantener su piso, mantener su dieta, mantener su trabajo, rechazar determinadas prácticas. Una rebelde. Y eso es precisamente lo que enciende el ansia del personaje masculino: Ana siempre es divertida porque siempre tiene que volver a seducirla, volver a domesticarla. Por supuesto, la trama se ocupa de ir demostrando, punto a punto, acción a acción, que Ana se equivoca. Esa mujer-niña que es la protagonista tiene que enfrentarse al acoso sexual porque ha cometido la imprudencia de seguir trabajando cuando no lo necesita, cuando su pareja puede mantenerla. Se niega a determinadas prácticas porque no sabe que se va a ir acostumbrando al dolor y la humillación hasta que le parezcan agradables, pobre, ella tan poco conectada con su cuerpo. Se empeña en vivir a su manera porque no sabe lo bien que le va a ir todo cuando obedezca: lo guapa que estará, lo cuidada que estará, lo feliz que será a costa de todo lo que la querrá y protegerá Christian Grey.

Esto es maltrato. Si no puedes trabajar, si no puedes ver a tus amigos, si tu pareja decide qué te pones, qué comes, cuándo haces ejercicio, cuándo y cómo tenéis sexo, entonces es maltrato.

Pero hay tres cosas que ocultan el maltrato que vertebra esta relación. La primera, el BDSM, que es la más evidente. Toda una subcultura desde el punto de vista de las personas que no lo practican y que la imaginan de una forma aberrante. Ese cuarto del placer de Grey que en nuestra mitología popular es una puerta al infierno. Es esa clásica posición de que en el momento en que una mujer (particularmente una mujer) acepta según qué tipo de prácticas sexuales, lo que venga detrás es consecuencia de la depravación. Es el mismo tipo de lógicas que subyacen bajo la culpabilización de la víctima de una violación: si andas sola, si vives sola, si caminas por la calle de noche, te expones. Si te dejas atar en un acto sexual, entonces es normal que tu pareja no te deje salir.

La segunda, el cuento de hadas. Christian Grey no es un hombre cualquiera. Es un millonario de 27 años. Es guapo, es rico, es culto (las referencias a la música clásica, por ejemplo). Anastasia Steele es una chica torpe, que se siente poco agraciada, que viste mal, que tartamudea en público. Grey se convierte al mismo tiempo en el príncipe y en el hada madrina: la transforma en alguien mejor, en alguien digno de ese amor, de esa riqueza, de las citas en helicóptero y los yates como regalo de cumpleaños. Mejora, económicamente, el estilo de vida de Ana, colocándola en el estatus de mujer objeto de otras tantas princesas de cuento cuya historia se acaba tan pronto llega el beso del príncipe.

La Bella y la Bestia se peleanY la última, y probablemente la más importante, es la empatía con Grey. La compasión que despierta la historia personal de Christian Grey como niño. Los abusos recibidos que justifican los abusos ejercidos sobre otras personas. Esa naturaleza monstruosa e incontrolable. Como en la Bella y la Bestia, Grey no puede evitar herir a Anastasia; pero, a cambio, puede compensarla haciéndole regalos: una biblioteca, un incunable; el paralelismo es tan directo que no da mucho juego a la interpretación. En cambio, Bella y Anastasia no agreden, huyen: lo que, a su vez, despierta la ira de sus respectivas bestias. La forma de enfrentarse a la agresión y los abusos es, en el caso de la mujer, la conversión. El sacrificio, la tolerancia, para, poco a poco, ir educando al maltratador, redimirlo. El amor se convierte así en un proyecto permanente, en el arma blanda de la mujer enamorada: te querré y te curarás.

Y este posicionamiento es precisamente el que justifica todo tipo de relaciones tóxicas, ya lleguen al maltrato o no. El creer que el amor de una es omnipotente y sanador. Un tema que sin duda da mucho más juego que un simple cierre de post…

Manifestaciones de Pigmalión (My fair lady, George Cuckor, 1964)

El colmo del narcisismo es cuando llegamos al punto en que solo podemos enamorarnos de aquellas personas a las que previamente hemos moldeado. Pigmalión se enamoró de una estatua que él mismo había creado. Los personajes de la mitología griega son muy de enamorarse de cualquier cosa, pero en la vida cotidiana muchas personas, de un modo u otro, nos vemos presas de este síndrome de Pigmalión.

La forma en que se manifiesta varía según el género, pero las bases son las mismas. Esas famosas novias que compran la ropa de su chico hasta cambiarle la forma de vestir, o esos novios que a fuerza de recomendaciones (literatura, música, bares, lo mismo me da) van convirtiendo a sus parejas en pequeñas réplicas unas de otras tienen mucho en común.

En primer lugar, que se alimentan de la inferioridad de la persona que tienen enfrente. En My fair lady, la brutal diferencia de clases; me vale esta como me vale Pretty Woman y como me vale la Cenicienta. Desde la posición de poder y la superioridad que esta les otorga, moldean a esas personas «por su bien», para que sean capaces de integrarse en un estatus social superior al suyo. En la vida cotidiana, esto suele ir precedido de pequeñas observaciones sobre la forma de vestir o el estilo de vida de la otra persona, que poco a poco van aumentando su tono despectivo. Que van ahondando sobre esa sensación de inferioridad y vuelven a la persona destinataria de esos mensajes vulnerable y por tanto receptiva a la manipulación.

En segundo lugar, muestra una incapacidad de querer a otro. La pareja se convierte en un producto del yo, una proyección de los propios ideales, de las propias capacidades. Se busca a alguien no por quien es, sino por el potencial que tiene para llegar a ser lo que buscamos. El proceso de cambio lo damos por hecho, sin cuestionar.

Pigmalión, de Ivan Koulachov, via jlmirall.es

Pigmalión, de Ivan Koulakov, via jlmirall.es

 

Y luego está la tercera forma, que tiende a ser femenina y que tiene mucho que ver con el rol tradicional de cuidadoras y sanadoras. El amor por sujetos con carencias afectivas y otros comportamientos insanos interpersonales a los que creemos que podremos cambiar, también, «enseñar a querer». Esta forma es mucho más sutil, porque se basa en un principio supuestamente altruista; pero en realidad tiene mucho que ver con la visión del amor como sacrificio. Y esta es la fórmula clásica del romanticismo made in Hollywood: uno de los miembros de la pareja, generalmente el hombre, se muestra emocionalmente inaccesible hasta que cede al enamoramiento y alcanza una vida plena.

Cuando tenemos a nuestro alrededor a una de esas personas que pasa de una relación masoquista a la siguiente, creemos que es un problema de idealización, de no poder ver a la persona tal y como es. Generalmente esto ni siquiera es así. Se ve a la persona tal y como es, y ese es el reto: sin esos problemas insalvables como motor, la relación no parece suficientemente relevante, no hay un motivo por el que luchar.

La motivación es difícilmente cuestionable porque parte de un amor incondicional. Algo que, personalmente, me parece muy hermoso y muy necesario, siempre y cuando no lo mezclemos con el amor romántico. Un amigo solía decir que «a la gente hay que quererla como es o no quererla en absoluto», y estoy completamente de acuerdo. Pero si queremos a alguien cuyas taras afectivas no le permiten mantener una relación de pareja mínimamente satisfactoria para la otra parte, entonces mejor evitar este tipo de compromisos. Y si queremos ayudarle, hacerlo desde un lugar donde no pongamos en riesgo nuestras propias necesidades y afectos.

En lugar de proteger a los demás, en lugar de cambiar a los demás, sería mucho más interesante dedicar todo ese esfuerzo a mejorar nosotros mismos, a proteger nuestros sentimientos y no solo los ajenos. Entre otras cosas porque si dedicáramos tiempo suficiente a lamer nuestras heridas, probablemente también estaríamos arrastrando menos taras para la siguiente relación. De hecho, en la versión original de la obra de Shaw, Eliza se aleja de su «mentor». Que en todas las adaptaciones se altere el final dice bastante de lo que se espera de nosotros, moldeadores y moldeables.

Alejémonos de Pigmaliones. Y de Galateas.

San Valentín: martirio o barbarie

Mañana se celebra el Día de los Enamorados. Una celebración que nace en el Imperio Romano como homenaje a un sacerdote que se opuso al decreto imperial que impedía los matrimonios entre jóvenes (con la intención de asegurar la soltería de los soldados), por lo que fue encarcelado y martirizado, el 14 de febrero del año 270 d. C.

A día de hoy el Día de los Enamorados es una tradición simbólica y capitalista que poco tiene ya que ver con el homenaje al mártir, pero no hemos conseguido aún desvincular al propio amor romántico del concepto del martirio.

Romeo y Julieta, esa gran historia de amor de nuestra cultura, narra el amor de dos jóvenes que deciden casarse nada más conocerse, oponiéndose a sus familias, y provocando directa o indirectamente la muerte de varios de sus miembros, además de la suya propia. En cuestión de pocos días se encuentran, se enamoran, se casan y se suicidan.

Gente que quiere un romance como el de Romeo y Julieta

Imagen via Quelibroleo.com

En estas grandes epopeyas del romanticismo hay muertos, hay angustia, hay una necesidad del otro tan fuerte que no cabe sino el sacrificio de todo, incluyendo la propia vida, en pos del amor. El que este amor sea más bien enamoramiento, y tenga que ver con la fascinación inicial de dos personas que apenas se conocen no contribuye en absoluto a justificar ese heroísmo de los protagonistas.Sería interesante poder ver si seguiríamos hablando de Titanic diecisiete años después si Jack no se hubiera sacrificado por Rose, si no pudiéramos preguntarnos permanentemente por qué no se salvaron ambos («es evidente que cabían en la tabla«, en fin).

Ejemplo a ejemplo, en nuestro imaginario se va instalando la idea de que el amor es instantáneo, voraz, sufriente. No somos capaces de creer en el amor si no va acompañado de esa angustia vital. El amor es el joven Werther volándose la cabeza por un amor no correspondido. Lo demás no es amor, es capricho.

Las rupturas y los desengaños se lloran, se vomitan, se sangran. Y eso es lo que aporta autenticidad al amor. Le damos más credibilidad a quien deja de comer, de dormir y de concentrarse por un enamoramiento que a quien tiene una relación no posesiva y duradera en el tiempo. El martirio es nuestro estándar del estar enamorado.

Visto así, casi prefiero que hayamos olvidado las raíces de esta celebración y las cambiemos por comer bombones. Será capitalista, pero me parece más sano.

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