Cuando se les va la mirada
Estación de cercanías de Sol, media tarde. Voy caminando por la pasarela central que está encima de los andenes. La gente marcha en ambas direcciones, unos hacia las vías, otros hacia la salida. Dos chicas caminan delante de mí, van distraídas hablando entre ellas.
Voy a llevar a cabo una prueba. Solo tengo que estar atenta a lo que suceda a partir de ahora. Me estoy anticipando a la situación porque la he vivido un millón de veces; en la estación o en cualquier lugar en que pudiera haber estado. Con otras mujeres o sola. Me la conozco al dedillo.
Empiezo, y voy a tratar de no perder la cuenta. Veo al primero venir de frente, un chico de unos treinta y tantos años, diría. Camina deprisa y parece abstraído, enfrascado en sus propios pensamientos. Pero al sobrepasar a las dos chicas que llevo delante, el devenir tranquilo de su vida se altera por un instante. Sale asombrosamente rápido del estado de sopor que mantenía hasta entonces y ¡chas!, como si un resorte hubiese saltado en su interior, gira la cabeza, les mira el trasero a las compañeras, y retorna igual de rápido a su estado anterior.
Pasa el siguiente. Repite el mismo gesto, pero esta vez con una pequeña modificación. Parece que a este señor el resorte (o la vista) le falla, porque no para de saltarle; gira la cabeza hacia atrás una y otra vez compulsivamente, haciendo, mientras tanto, un gesto zafio con la boca.
De lejos llega un padre con una niña pequeña, la lleva cogida de la mano. En un momento dado se gira hacia la pequeña y hace un amago de colocarle bien la trenca, pero en realidad ni siquiera la está mirando. Es una excusa, un gesto enmascarado para poder girar la vista hacia las chicas.
Esta es una táctica habitualmente utilizada. Los hay que hacen como si se rascasen una pierna o la espalda, los hay que disimulan mientras se atan o se colocan bien el zapato. Luego están los que no disimulan. Hay, incluso, quienes se giran con chulería y mantienen la mirada fija durante un rato.
Ha pasado solo cerca de un minuto y medio, el tiempo que hemos tardado en recorrer la pasarela, y he llegado a contar hasta siete hombres que, con más o menos descaro, giraban la cabeza para mirarles el culo a las chicas.
Da igual si son jóvenes o mayores, si son padres, casados, novios o solteros. Da igual si son de clase alta o baja, si es el señor del banco, el señor catedrático o el señor que trabaja en la obra. Da igual si son feos o guapos. Si son de acá o de allá. El resorte les salta casi universalmente. De la manera más normal y natural. Hay algunos hombres respetuosos y concienciados que no actúan de esta manera con nosotras. Pero aún son pocos y no suelen estar bien vistos en los círculos masculinos, donde son tildados de «calzonazos» o «pavisosos», usando adjetivos suavecitos. A vosotros: ánimo, compañeros. Sois valientes por no seguir la norma.
El problema de todo esto viene cuando la libertad de unos no acaba donde debería empezar la libertad de otras. Ellos son los que observan y desean, mientras que nosotras somos observadas y deseadas. Es complicado salir de esa dinámica, incluso a propósito. Para esos hombres, la pasarela de la estación es una especie de pasarela Cibeles de delanteras y traseros con los que pueden deleitar a sus ojos. Y les sale automático pensarlo así.
A nosotras, en cambio, no. Más bien, nos sale pensar: «Me voy a subir un poco la camiseta, que creo que me he pasado» o «No se por qué esas de allí tienen que ir así vestidas» o «Creo que tengo celos». ¿Dónde queda eso de desear? ¿Dónde queda la sororidad o camaradería femenina?
Últimamente han estado emitiendo una serie de anuncios titulados: No infidelidad. Esta publicidad pertenece a un banco que anuncia la opción de solicitar un préstamo sin pertenecer directamente a él. En los spots se intercalan situaciones y eslóganes como: «Que se te vaya la vista no es una infidelidad», «Seleccionar en el metro no es una infidelidad» o «Puntuar al nuevo no es una infidelidad». Si bien es cierto que en las cuatro versiones del anuncio que he visto, en dos aparecen hombres y en dos mujeres, también es cierto que en la vida real esto no es así. No te encuentras todos los días por la calle a la «típica mujer» que hace como si se subiese una media para aprovechar a mirarle el culo a un joven atractivo o hace como que le arregla el pelo a su hijo para no dejar pasar la oportunidad de echarle una miradita a un hombre que casi se le pasa de largo, o a la típica mujer que se para en seco y con cara de deseo clava los ojos y persigue con la mirada a aquel con el que se acaba de cruzar. Esa no es la norma, por mucho que en los anuncios o en las películas se trate de equiparar. Nuestra forma de desear es mucho más tímida que la suya. A nosotras nos han enseñado a no traspasar la línea de su libertad. Y si la pasamos, resulta que nos meten en el saco de frívolas, de groupies locas, de obsesionadas, de ninfómanas o de desesperadas. Igualito que a ellos, ¿verdad?





Resulta que el anuncio en cuestión habla principalmente de infidelidad, y aquí retomo un cabo que he dejado suelto antes. Cuando pensamos que la compañera va un poco exagerada, cuando parece que sentimos celos porque nuestra pareja le acaba de hacer una radiografía con los ojos, y el debate gira en torno a lo que es o no es una infidelidad, ¿no será que en realidad sentimos un terrible descontento, el cual no nos atrevemos ni a analizar, con que a las mujeres no se nos perciba como sujetos?
Quizá, mujeres, estamos yendo en una dirección que no nos beneficia nada cuando nos dedicamos a juzgarnos las unas a las otras, y llamamos celos a lo que en realidad es impotencia ante una situación injusta y desigual que creemos no poder cambiar.
Igual empezaríamos a resolver todo esto si nos uniésemos un poco más entre nosotras, si nos diésemos cuenta de que no se trata de que unas reciban más atención de los hombres y otras menos, sino de que de un modo u otro todas estamos subordinadas. A lo mejor esto nos ayudaría a vernos menos como deseadas y más como personas que tienen deseos propios.
Va siendo hora de que nos pongamos de acuerdo y no permitamos que se sobrepase la línea de nuestras libertades.