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A favor de la violencia

La guerra de los sexos tiene los cuerpos como campo de batalla y no es una guerra, sino una ocupación. La ocupación del cuerpo no masculino, no blanco, no poderoso. La ocupación de los cuerpos de las mujeres, sobre todo, pero también de todos los que no representan el poder patriarcal.

Nos ocupan de muchas formas. Nos enseñan a odiar todo lo que nuestro cuerpo no es según la norma, nos castigan si somos demasiado o no lo bastante. ¿Demasiado o no lo bastante qué? Depende de lo que espere de ti, pero eso ya lo sabes. Y aprendemos a camuflarnos, a torturarnos (depílate, haz dieta, opérate), para parecer quienes no éramos.

La ocupación es cotidiana y a menudo colaboramos en ella, hasta hay quien piensa que con gusto. Vemos los videoclips, los anuncios, las revistas, las películas, y queremos ser como son ellas, delgadas pero con curvas, obedientes pero picantes. O como ellos, fuertes e independientes, ricos, poderosos, listos para someter al mundo a su voluntad.

Emily the Stange

Emily the Stange vía SOS Gamers

A veces no. A veces la ocupación la ejercen los demás con violencia. Psicológica (no vales nada), física (te estamparé contra la pared), sexual (en el fondo te gusta).

Me sorprende la cantidad de amigas mías que han sido violadas, pero sobre todo me sorprende la cantidad de amigas que han escapado de una más que probable violación. Con varias tácticas, se han visto en un intento de invasión terrible del cuerpo y han podido pararlo. No salen en las estadísticas, ni en las películas, ni se habla mucho de ello fuera de los círculos privados. Cuesta contabilizarlas, pero por lo menos a mi alrededor son muchas.

La que se encontró acorralada por el revisor del gas y, sin saber cómo, le salió decirle: «Tu madre no estaría muy contenta si te viera hacerme esto», y le vio pegar un salto de un metro hacia atrás, disculparse, marcharse. La que se encontró con una navaja apuntándole dentro del portal de su casa y, con el chute de adrenalina que nunca había sentido tan fuerte, cogió al imbécil por la camiseta, lo levantó a un palmo del suelo, lo sacó a la calle. La que fue seguida al salir de la discoteca y, cuando le dijeron que no hiciera ningún ruido y subiera al coche, se echó a correr y escapó.

¿Dónde están las películas que enseñan a las mujeres defendiéndose? ¿Ganando, si no la guerra, alguna batalla? ¿Dónde están las que no se quedan paralizadas, las que no gritan indefensas, las que se olvidan por un momento de que pertenecen al sexo débil y que deberían callar y tragar?

No me malinterpretéis, sé muy bien que no todas tenemos la suerte de reaccionar así. Sé que el miedo es un veneno eficaz, sé que el cuerpo te puede traicionar, sé que puedes quedarte sin fuerzas ni para respirar.

Y esa es la imagen que tenemos grabada a fuego. En cualquier teleserie, barata o cara, buena o mala, llega el capítulo en el que un depravado viola a una chica. Es casi infalible: la chica no se puede defender. Él es más fuerte, da más miedo. No hay nadie, está oscuro y da igual si grita o no: no la oye nadie, no hay príncipe azul que la vaya a rescatar. Así que la cosa pasa y ella termina suicidándose, o se vuelve drogadicta, o deja de tener vida sexual. En el mejor de los casos, se vuelve una asesina en serie de violadores. Pocas, poquísimas, lo superan y echan para adelante una vida normal, como pasa mayoritariamente en la realidad. Y así, con imágenes difíciles de olvidar, nos convencen de que nuestro cuerpo no es nuestro, es de cualquiera que nos lo quiera robar. Nos convencen de que somos débiles, de que ellos siempre ganan, de que es mejor no resistirse mucho y así quizá no nos matarán. Y no solo eso: nos ofrecen como alternativa a la violación quedarnos en casa, no salir solas, no beber mucho, irnos con cuidado.

La guerra de los sexos no es una guerra, es una ocupación en la que el ejército ocupante tiene lodos los medios. Hasta el hombre más debilucho tiene tras de sí siglos de opresión patriarcal que le han hecho el trabajo sucio. Han desarmado a las mujeres de la idea de que existe la posibilidad de luchar. Luchar no solo como obligación de mantener un cuerpo inviolado, como si fuera el santuario que hay que ofrecer a un macho más o menos elegido. Luchar por el derecho al espacio propio, cuando podemos, porque a veces podríamos si no nos hubieran convencido de que no. Luchar por servirnos de nuestro cuerpo como nos dé la gana, por ofrecerlo a quien los parezca, si nos parece.

La guerra de los sexos no es una guerra, es una ocupación intermitente del cuerpo que empieza por la ocupación permanente de la mente. Viendo cómo está el mundo, no creo que llegue a vivir el armisticio, así que de momento me dedico a armar a las guerrillas. Así que olvida las películas. Si te lo encuentras en un callejón oscuro y consigues vencer al miedo (legítimo, por supuesto), mírale bien. Está solo, él también. Y quizá no sea tan fuerte ni tan grande. Quizá si le sorprendes, si lo descolocas, podrás escapar. Al fin y al cabo estáis en un callejón oscuro, no hay nadie más. La adrenalina que te corre a borbotones por las venas podría hacerle mucho daño.

Eres fuerte. Eres capaz. Tienes un cuerpo que es tuyo, sírvete de él.

Mala Hembra: visibilizando nuestro miedo

Mala Hembra es un maravilloso proyecto, una tienda online, creado por dos jóvenes feministas con espíritu guerrero y emprendedor. Os dejo aquí información sobre Mala Hembra. Entre su variedad de productos de cariz feminista (camisetas, bolsas, chapas…) está su joya de la corona: el llavero gato. Este llavero de autodefensa con forma de gato está diseñado por ellas mismas y elaborado gracias a la impresión 3D. La idea la cogieron de productos similares comercializados en Estados Unidos, pero como no podían importarlo por considerarse arma, se las han ingeniado para producirlos aquí, con su propio diseño, haciendo un Verkami para conseguir financiación para la impresora 3D. En esta entrevista explican todo acerca del llavero y cómo nació la idea. Como bien dicen, además de ser verdaderamente útil, el llavero visibiliza una realidad. La realidad que vivimos la inmensa mayoría de las mujeres que, por desgracia, somos potenciales víctimas de agresores que ven en una mujer sola la presa perfecta.

Llaveros Mala Hembra Verkami

Llavero de Mala Hembra

Mala Hembra Gatas

Llavero de Mala Hembra

En la entrevista, me llama la atención que hablan sobre imágenes de mujeres con las llaves entre los dedos y cómo la mayoría de los hombres no es capaz de identificar el significado. Todas hemos hecho algo para sentirnos un poco más protegidas a la hora de volver solas a casa de noche después de, por ejemplo, una fiesta. Yo no era muy de llaves, siempre he sido más de cigarro encendido (¡mal vicio confesado!). Siempre que volvía a casa sola después de una noche de juerga, de una tarde o noche de trabajo, de entrenar, de clase… lo que fuera, pero de noche y sola, llevaba un cigarro encendido en la mano. En caso de que se consumiera antes de llegar a casa, rápidamente encendía otro. Pensaba que si un hombre me atacaba, le quemaría un ojo (o lo que pudiese) con el cigarrillo y aprovecharía para escapar. Pero también es una buena opción llevar las llaves en la mano, cualquier objeto punzante, un spray… lo que pueda ayudarte.

Otra técnica habitual es ir haciendo como que hablas por el móvil. Chicas, confesad, ¿quién no lo ha hecho? Las veces en que volvía a casa en taxi, durante el trayecto “hablaba” con mi padre (ya fallecido, pero me parecía que imponía más “resucitar” a mi padre que hablar con mi madre, claro) contándole dónde estaba y que iba de camino, en taxi. Por si el taxista tenía la tentación de llevarme a otro lugar y hacerme daño, que se lo pensara dos veces. Durante mis años de juventud en los que salía de fiesta todos (o casi) los fines de semana, si volvía sola a casa (muchas veces me acompañaban amigos, el noviete que tuviese en ese momento o algunas amigas), la única situación en la que no estaba tensa desde que perdía a mis amigos de vista hasta que llegaba a casa, era si cogía un taxi y la conductora era una mujer. Era como que te tocase el premio en un sorteo, ¡un broche final estupendo para una buena noche de juerga! Pero, como todo premio, no era muy frecuente.

¿Os habéis fijado en que es rarísimo encontrarte a una mujer de madrugada borrachísima (o similar) tirada en cualquier sitio (durmiendo, por ejemplo)? Pues eso refleja bien que, por mucho que perdamos hasta la consciencia, rara vez bajamos la guardia…

Imagen de la película El Callejón

Imagen de la película El Callejón

Puede que alguien, leyendo esto, piense que soy una paranoica, histérica o exagerada. Seguramente, si eres mujer me entiendes perfectamente. Lo cierto es que no me considero especialmente cobarde. No chillo con un simple susto, me encantan las pelis de terror y disfruto mucho de atracciones y espectáculos de miedo. No voy por la calle pensando que todos los hombres son peligros potenciales para mí, pero lo cierto es que la realidad hace que las mujeres tengamos que tomar muchas precauciones. Hablando con mi novio sobre esto, me decía que él no recordaba haber sentido miedo volviendo a casa solo. Quizá alguna vez puntual, en una zona muy oscura con “mal ambiente”. Si preguntas a cualquier mujer de tu entorno, seguro que no recuerda cuántas veces ha sentido miedo regresando sola a casa, de tantas que han sido. La mayoría de las mujeres con mucha razón, pues a casi todas nos ha pasado algo, algún susto o algo peor, a lo largo de nuestra vida, probablemente más de una vez.

Seguro que muchas mujeres no recuerdan cuántas veces han sentido miedo volviendo solas a casa. Clic para tuitear

Hace poco discutía lo injusto que me parece que nosotras tengamos que “tener cuidado” y tomar ciertas precauciones que los hombres no. La persona con la que lo debatía me respondió Bueno, es que tampoco dejarías que tus hijos fueran solos de noche por la calle, por ejemplo. Sentí un mazazo tremendo. Claro que no, pero es que ellos ¡son niños!: vulnerables, inocentes y debemos protegerles. Pero yo soy adulta, creo que la diferencia es obvia. Compararme con un igual sería hacerlo con un hombre adulto, no con un niño. ¿Estamos las mujeres adultas en el escalafón de los niños? Y en ese caso, ¿cómo podré entonces proteger, como madre, a mis hijos, si estoy al mismo nivel que ellos? Llamadme loca por querer ser tratada y vivir como una persona adulta.

Otra respuesta tan habitual como irritante cuando le muestras a un hombre tu indignación por no poder ser e ir libre por la calle -¡sólo por el hecho de ser mujer!- es aquella de Bueno, yo tampoco estoy libre de que me ataquen para robarme, o un psicópata, por ejemplo. Analicemos esto, a ver si razonamos mejor antes de hablar: Puedes ser atacado por otra persona para robarte o por un psicópata, vale. Yo también. Ahí estamos en igualdad. Si me apuras, entre robar a un hombre adulto o a una mujer, si yo fuera atracadora, creo que tendría claro a quién. Por aquello de la –en general- superioridad física. Así que creo realmente más probable que me elijan a mí como víctima. Pero vamos a dejarlo en empate. A parte de una agresión con el fin de hurtar, está la agresión sexual. Y ahí, perdóname, “ganamos” (terrible honor) por goleada. Ningún hombre al que se lo he preguntado (y han sido muchos y de muy diversas edades y tamaños) siente miedo a que le violen. Lo creen muy improbable. Sin embargo, nosotras no corremos la misma suerte. Los números los conocemos de sobra, ¿verdad? No hace falta una comparativa entre mujeres víctimas de agresiones sexuales y hombres. El único caso en el que no hay tanto desequilibrio es en la infancia, que es otro tema, pero igualmente hay un mayor número de casos de abusos a niñas que a niños. Algo en lo que no hay diferencia según la edad de la víctima es el agresor: por mayoría aplastante, es hombre. Un altísimo porcentaje de los agresores sexuales son hombres. “Corregir” y educar a estos hombres y a los niños (hombres del futuro) es responsabilidad de todos y todas y sólo se conseguirá erradicando cada pequeño detalle en el que la mujer se cosifica y sexualiza, pero esto ya daría para un millón de posts sobre el tema, y ahora no toca.

Otro debate que tuve con un hombre hace poco, nos llevó a una clara conclusión: tenemos todos, mayoritariamente, más miedo a los hombres. No a todos, por supuesto, concretemos. Está demostrado que un niño o niña, que en cualquier caso jamás deberían fiarse de ningún desconocido, lo harían antes de una mujer que de un hombre. Instintivamente, les da más confianza una mujer. Las mujeres tenemos más miedo, generalmente, de un hombre. Si pensamos en alguien que pudiera hacernos daño aprovechando que estamos solas, nos viene a la cabeza un hombre. Y un hombre, del mismo modo, ve un mayor peligro en otro hombre que en una mujer. Con esto, y quiero que quede muy claro, no criminalizo a todos los hombres ni pretendo decir que todos los hombres son agresores, desde luego; pero esta explicación (obvia y que, para mí, sobraría) he de darla porque ya me conozco bien las reacciones de hombres indignados con el lema “no todos somos iguales”. Por supuesto que no lo sois, ni siquiera son mayoría. Por eso, os animo a que os rebeléis contra aquellos que manchan vuestro género y combatáis el machismo desde el primero y más pequeño de los detalles. Que no le riáis la gracia al colega que humilla a una chica y la insulta llamándola guarra, zorra, buscona, calienta porque enseña el tanga o lleva una minifalda-cinturón, mientras él mismo o cualquier otro chico alrededor lleva el pantalón por debajo del culo, deleitándonos con todo su hermoso calzoncillo y a él, sin embargo, no se le critica de igual manera. Con cada pequeña lucha feminista (esto es, en favor de la igualdad y no en contra de los hombres, no confundamos) daremos un paso más hacia conseguir que las mujeres ocupemos en el mundo el lugar que nos corresponde, el mismo que nuestros compañeros y en igualdad de derechos y condiciones. Para esto es importante responsabilizar al culpable y nunca a la víctima, porque no es responsable una mujer de no ir sola por la calle, sino culpa de quien la agreda el violar ese derecho, esa libertad de la que nosotras también queremos gozar. Mientras tanto y hasta que esto se consiga, tendremos que seguir protegiéndonos y creando llaveros gato.

Un ejemplo rápido de esa falta de libertad que tenemos es mi propia experiencia, ahora mismo. Hace un mes que me propuse salir a correr (vale, caminar rápido, admito que para correr no estoy) para ponerme un poco en forma, ya que hace años que llevo una vida más sedentaria de lo que me gustaría. El caso es que, por horarios y quehaceres, no consigo tener una hora libre hasta, como pronto, las ocho de la tarde. Ahora, a esa hora ya es de noche. Cerca de mi casa hay una pista campestre ideal, que mucha gente utiliza durante el día y que sería perfecta para mí, pero claro, está apartada y poco iluminada. Como no puedo ir por la mañana, tengo que conformarme con ir por el centro de la ciudad. Aún así, he salido ya unas cuantas veces y según con quién me cruce y por dónde, paso algo de miedo. Tengo que organizar mis rutas en función de lo transitadas que estén las calles, lo bien iluminadas, etcétera. Por sacarle un lado positivo, como intento hacer con todo en la vida, he de admitir que sentir algo de miedo me viene bien para subir el ritmo cuando el cansancio se apodera de mí y voy bajando el paso. Es cruzarme con un hombre que me mira con ojos lascivos y acelerar como si me hubiesen inyectado la sangre de Usain Bolt. ¡Gracias por ayudarme a quemar más calorías! Ahora pongámonos serios, ¿por qué no puedo ir a la pista que está acondicionada para senderismo/running y es perfecta para ello? ¿Por qué, además, he de escoger qué calles y barrios andar? ¿Por qué, encima de todas estas limitaciones, tengo que pasar algo de miedo? Sin mencionar el pasar por delante de una terraza con cuatro amigos tomando algo y tener que oír cómo me quedan las mallas, miraditas, silbidos como si fuese un perro… Y todo, SÓLO porque soy una chica. En serio, es muy injusto, un hombre puede salir a correr cuando y por donde quiera y no creo que se sienta muy acosado por ninguna mujer que se cruce. Yo también quiero salir a hacer deporte tranquila. Sin desear ser invisible.

Por último, me gustaría comentar lo que, a nivel personal, me propongo profundamente hacer para aportar igualdad y tranquilidad a esta injusta realidad en la que las mujeres sufrimos y morimos sólo por serlo. Tengo un hijo y una hija, ambos muy pequeños aún. Tengo claro que los educaré en la igualdad y que a ella tendré que enseñarle a ser precavida y protegerse, pues soy consciente de la realidad en que vivimos y quiero velar por ella y que aprenda a defenderse. Pero si en algo haré aún más hincapié es en educarle a él a respetar a las mujeres como iguales. La clave está en que si ÉL no es una amenaza para ellas, ELLA no tendría nada de qué defenderse. Y ella viviría libre. Algún día, ojalá.

Gracias, Mala Hembra, por visibilizar esta realidad que aunque la mayoría no ignoramos, creo que estamos tan acostumbrados a que “esto es lo normal” que muchas personas piensan que no puede cambiarse y que habremos de resignarnos a ir siempre mirando para atrás, con las llaves entre los dedos y a paso ligero.

Sobre el viejo (no) arte de los piropos

Voy a empezar apelando a la subjetividad presente en todo estudio, investigación o artículo sobre temas sociales o personales, porque quienes los escribimos somos personas inmersas en la sociedad, con nuestras realidades. Por lo tanto, pretender vender una cierta objetividad pura y aséptica me parece directamente una farsa. Este post lo escribo desde mi condición de mujer, joven y crítica, por la cual he sufrido (y supongo que seguiré sufriendo) el acoso callejero en forma de piropos, silbidos y miradas.

A medida que avanzan los tiempos, vamos repensando más y mejor a nivel colectivo todos los espacios colonizados por el patriarcado y el machismo, de manera que nuestras opiniones como personas (mujeres y hombres) respecto a lo que debe ocurrir o lo que es aceptable o no aceptable que pase en esos lugares va variando progresivamente. En este post me voy a centrar solamente en lo que ocurre en la calle, espacio público por excelencia, porque para hablar de todos los espacios en los que las mujeres sufrimos piropos y demás serían necesarios varios posts o directamente una tesis doctoral.

Tal vez sería necesario empezar por el principio y remontarnos a la incipiente adolescencia de cualquier chica, ya que en ese momento se producen multitud de cambios corporales y emocionales: los pechos y las curvas parece que estorban más que de lo que ayudan, la regla incomoda, las cosas afectan más, la autoestima baja, la inseguridad aumenta… En esos momentos, pasar por una calle, un parque, una obra, o cualquier otro espacio público repleto de chicos o hombres puede producir cierta angustia. Recuerdo que yo pasaba pensando «por favor, que no me digan nada». Y como yo, muchas otras. Ese pensamiento te hace buscar estrategias para no llamar la atención y casi sin darte cuenta vistes de otra manera, tu posado en la calle es otro, tu forma de relacionarte es diferente. Al final aparcas las minifaldas, los vestidos vistosos, los escotes y todas aquellas prendas ceñidas que realcen tu figura. Y luego caminas por la calle con cara de mala leche, mirando fijamente al frente, fingiendo que no oyes nada, para aparentar algo así como que eres una tía dura que no puede ser objeto de según qué comentarios.

La adolescencia pasa, la individualidad de cada una ha seguido evolucionando, sin embargo, toda esta coraza que has pasado tanto tiempo construyendo sigue vigente, y es que todavía no te gusta que te digan cosas, te silben o te miren de aquella manera. Nosotras caminamos por la calle creyéndonos que también es nuestra, pero es que ellos (algunos) creen que la calle les pertenece más y, de paso, también tu cuerpo y el derecho a decirte, hacerte o mirarte lo que quieran y como quieran. Que te digan guapa u otros piropos, cuando no que te acosen persiguiéndote y pidiéndote que tomes una copa o un café con ellos, que te silben o que te miren de arriba abajo tiene que ver con su posición respecto a la nuestra, con la supremacía masculina que ellos mismos se han ido otorgando a lo largo de la historia y que parece que no quieren abandonar.

Después entra en juego nuestra respuesta o la ausencia de ésta. Son muchas las ocasiones en las que queremos expresarnos pero no nos sale. O respondemos algo que, visto con perspectiva, no nos gusta. Y luego hay otras veces en las que nos empoderamos y soltamos algo increíble que nos sirve para alimentar de nuevo ese empoderamiento y hacerlo durar hasta el infinito y más allá. Pero éstas son las menos, normalmente. Y es que, para responderle a un hombre que te grite algo por la calle, tienen que alinearse muchos factores, entre ellos, tu estado emocional y contexto en el que se produce el presunto piropo. No es lo mismo responderle a un machirulo de día que de madrugada, sola que acompañada, etc. Pero, preparaos, porque tu respuesta a su atrevimiento puede comportar dos reacciones: por una parte, que no se lo espere y se quede tan cortado que no replique y, por otra parte, que no se lo espere y le siente tan mal tu osadía que te replique como si no hubiera mañana. Esta última reacción es la más habitual según mi experiencia y la de las mujeres de mi entorno. En estos casos el hombre en cuestión se transforma (aún más) en un energúmeno y las palabras salen atropelladas de su boca, puesto que tiene ganas de hacerte saber rapidísimo todo lo que piensa de ti: ya no eres bonita, ahora eres una zorra. Y es que están tan acostumbrados a que agaches la cabeza y sigas tu camino avergonzada, haciéndoles sentir el vencedor de turno, que cuando osas responder te conviertes directamente en una bruja, porque eres disidente, porque los afrentas, porque cuestionas esa supremacía.

Imagen via Nomellamonena

No debemos olvidar que el acoso callejero y el presunto arte rancio del piropo son agresiones en toda regla, si bien no marcan nuestra piel dejando cicatrices, sí nos dejan huellas dentro, donde más duele. Así que hacer frente a estas agresiones es autodefensa. Desde aquí me gustaría animar a todas las mujeres a responder de forma contundente a sus agresores, pero debo admitir que incluso a mí, que lo he hecho varias veces, me cuesta y no siempre sé responder, por las circunstancias, por mi estado anímico, por un sinfín de elementos. Pero sí puedo deciros que, cuando he respondido como quería, me he sentido la mujer más poderosa del universo y esa sensación me ha durado días enteros y que, en cambio, cuando no respondo me juzgo y me machaco repetitivamente culpándome por no haber sacado las agallas suficientes para plantarle cara al machito que se atrevió a soltarme algo por su boca sin pensar si yo quería o no recibir ese piropo.

Imagen via Nomellamonena

Nada me gustaría menos que aburriros con mis anécdotas personales, pero creo que debo explicaros que la última vez que respondí a una agresión de este tipo fue en las pasadas vacaciones navideñas. En esos días se celebraban cenas de empresas por doquier, pero mis amigas y yo celebrábamos el cumpleaños de una de ellas. Después de cenar salimos a buscar un bar donde tomar algo y en esas nos encontramos dando vueltas por un conocido barrio barcelonés en el que la primavera pasada hubo disturbios a causa del desalojo de un Centro Social Autogestionado. En casi cada esquina había restaurantes que acogían fumadores a sus puertas y en uno de esos grupos un hombre decidió que debía gritarme a los cuatro vientos un «¡GUAPA!» bien fuerte, a mí, que me había quedado rezagada mirando las fotos que nos habíamos hecho un rato antes. De manera que me giré, le sonreí y le enseñé el dedo corazón de mi mano izquierda. Os podéis imaginar su reacción completamente airada. Después de un montón de insultos, me gritó (también bien fuerte) «¡PUES QUE SEPAS QUE TENGO PARIENTA!». Ah vale, que en casa tienes a una mujer que te espera, qué machote. Evidentemente, mis amigas, que aparte de amigas son compañeras en esto de vivir la vida feminísticamente me aplaudieron y me dieron todo su apoyo.

Seguramente si no hubiera contado con la seguridad de mi grupo de amigas no hubiera dado esa respuesta. Lo sé porque, debido a mi afición a la montaña y a mi trabajo para el cual a veces madrugo lo inimaginable, me encuentro yendo cuando todavía está oscuro a buscar el coche los fines de semana, es entonces cuando me topo con manadas de machirulos volviendo a casa después de una noche de farra descontrolada. Entre que de por sí ya se creen los amos de la calle y que han bebido, se envalentonan más de lo normal y se pasan de la raya (también más de lo normal). En estos casos, la reacción suele ser la misma tanto si respondes como si no: improperios como si no hubiera mañana. Así que lo único que puedes hacer es acelerar el paso, por si les da por seguirte y «darte tu merecido», como oí el pasado domingo.

Si os soy sincera, presuntos piropos, silbidos y miradas los he recibido a cualquier hora del día, pero es de noche cuando las agresiones han sido más numerosas y más contundentes. En esos momentos me siento más insegura y me doy cuenta que con la edad ha ido aumentando mi percepción del peligro real de sufrir una agresión más allá de las palabras, por lo que me pongo en estado de alerta aun sin ser consciente muchas veces desde que salgo del punto de origen y llego a mi destino. Pero también debo decir que el feminismo me ha ayudado a canalizar y gestionar mejor esas agresiones, tanto dentro de mí como fuera. De hecho, el feminismo es la base que nos permite catalogar y analizar estos hechos como agresiones y, al mismo tiempo, es la herramienta a través de la cual podemos exterminar estas prácticas y protegernos las mujeres.

Tribulaciones de una madre soltera (vocacional) camino de Laponia

¿Alguna vez os habéis sentido vulnerables? ¿Alguna vez os habéis visto a vosotras mismas como víctimas potenciales? Pues claro que sí, eso nos ha pasado a todas y a mí muy recientemente, además.

Esta Navidad me he ido a Laponia con mi hijo de 5 años. Soy madre soltera (vocacional), así que nos hemos sido los dos solos, mi niño y yo.

Laponia es una zona de Finlandia en la que, en un día bueno, puedes estar a -17ºC y de ahí, bajando hasta -30ºC. Es decir, que para disfrutar ese viaje tienes que ir muy preparado y cargar una maleta grande de ropa interior térmica, forros polares, calcetines de lana, botas impermeables, gorros, manoplas, cortavientos… Vamos, un maletón tremendo de ropa imprescindible para la supervivencia. Porque sin todo eso, a menos 30 grados, no se sobrevive.

Paisaje Lapón
Paisaje lapón, Carmen Figueiras

A eso hay que sumar una mochila con una primera muda por si acaso la maleta acaba en Hong Kong y tú, con tu lencería fina, en Laponia congelándote como una pescadilla. Lógicamente, una muda para cada uno más gorros, manoplas, calcetines de lana y bufandas para los dos abultan lo suyo. Un mochilón. Y a esto hay que unirle un niño de 5 años y su mochilita con juegos, muñecos y pasatiempos. ¿Os imagináis el cuadro? Parecíamos una expedición al Polo. Y nunca mejor dicho.

Maletas
Lea Marzloff vía Compfight

Bien, pues cuando ya está todo preparado es cuando a mí me entra la neura y me da por pensar que voy sola con el niño. Que precisamente llevar un niño me convierte en blanco propiciatorio y muy vulnerable. ¿Y si me roban la maleta? ¿Y si nos vemos en Laponia con lo puesto? ¿y si se me muere el niño de frío porque me roban la maleta y no me veo capaz de defenderla por no soltar el niño? Peor aún, ¿y si se dan cuenta de que estoy sola, soy vulnerable y me quieren quitar el niño?

Mi obcecación llegó a ser casi irracional. Mi mente atribulada me mostraba imágenes de mí misma, cargada como una mula romera, defendiéndome a bocados (la boca era lo único que me quedaba libre) de un hipotético malhechor robamaletas y secuestraniños.

A ver, siempre me he defendido bien. Una vez que volvía a casa de madrugada, sola, cruzando el parque que había detrás
de mi casa, un atracador me quiso robar el bolso a punta de navaja. No sé muy bien lo que pasó pero la cuestión fue que terminé con el atracador, que no daba crédito, trincado por el pescuezo, estrangulándole con el brazo, mientras lo llevaba a rastras por todo el parque, gritando como una posesa ¡Socorro, que me atracan! Porque, recordémoslo, la víctima era yo. Lo arrastré algo más de 100 metros. ¿Qué iba a hacer con él? Pues no sé. Subírmelo a casa, quizá. Menos mal que llegó la policía a tiempo y lo rescató de mis garras.

Por cierto, esa noche me salté todas las recomendaciones policiales para evitar violaciones que tan magistralmente disecciona este post. Siempre he sido una rebelde, ni siquiera llevaba silbato.

Pero volvamos a lo de mi neura, que pierdo el hilo. El caso es que no dejaba de darle vueltas a cómo ser eficaz y operativa en la defensa de nuestras vidas y posesiones. Me apunté a un curso de autodefensa, le coloqué un GPS a la maleta y me dispuse a comenzar el viaje, tan preparada para el ataque, que si alguien se acerca a mi maleta, le arranco la cabeza.

Al final fuimos y volvimos sin incidencias y conocimos gente estupenda. Entre ellos a un señor de Málaga que viajaba sólo con su hijo, con más bultos que yo, y al que la mera idea de estar en peligro ni si quiera se le había pasado por la mente. ¿Por qué él no se ve a sí mismo como una víctima potencial? La respuesta es sencilla, a él nunca le han educado como tal. Nunca le dijeron “no vuelvas solo”, “dile al taxista que espere hasta que entres en el portal”, “no te separes de los amigos”, “ojo con los chicos, que te pueden violar” o la peor de todas, “como te violen, ya no te recuperas en la vida”.

En lugar de educarme como a una víctima podrían haberme enseñado a defenderme para no serlo, digo yo. Tengo un hijo varón y mis esfuerzos se centran en grabarle a fuego que cuando una mujer dice no, es que no. Sin matices. Pero si mi hijo fuera niña, mis esfuerzos se centrarían en que no permitiera jamás que nadie la convirtiera en víctima, la enseñaría a defenderse de cualquier agresión, verbal o física. Y desde luego, le inculcaría que una violación es una agresión más, de la que te puedes recuperar lo mismo que de cualquier otra, siempre que la sociedad no se empeñe en machacarte el resto de tu vida con ese estigma.

En definitiva, siento como si la educación recibida, más que protegerme, me hubiera mutilado, me hubiera restado capacidades e inculcado miedos irracionales. ¿A vosotras también os pasa?

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