A favor de la violencia

La guerra de los sexos tiene los cuerpos como campo de batalla y no es una guerra, sino una ocupación. La ocupación del cuerpo no masculino, no blanco, no poderoso. La ocupación de los cuerpos de las mujeres, sobre todo, pero también de todos los que no representan el poder patriarcal.

Nos ocupan de muchas formas. Nos enseñan a odiar todo lo que nuestro cuerpo no es según la norma, nos castigan si somos demasiado o no lo bastante. ¿Demasiado o no lo bastante qué? Depende de lo que espere de ti, pero eso ya lo sabes. Y aprendemos a camuflarnos, a torturarnos (depílate, haz dieta, opérate), para parecer quienes no éramos.

La ocupación es cotidiana y a menudo colaboramos en ella, hasta hay quien piensa que con gusto. Vemos los videoclips, los anuncios, las revistas, las películas, y queremos ser como son ellas, delgadas pero con curvas, obedientes pero picantes. O como ellos, fuertes e independientes, ricos, poderosos, listos para someter al mundo a su voluntad.

Emily the Stange

Emily the Stange vía SOS Gamers

A veces no. A veces la ocupación la ejercen los demás con violencia. Psicológica (no vales nada), física (te estamparé contra la pared), sexual (en el fondo te gusta).

Me sorprende la cantidad de amigas mías que han sido violadas, pero sobre todo me sorprende la cantidad de amigas que han escapado de una más que probable violación. Con varias tácticas, se han visto en un intento de invasión terrible del cuerpo y han podido pararlo. No salen en las estadísticas, ni en las películas, ni se habla mucho de ello fuera de los círculos privados. Cuesta contabilizarlas, pero por lo menos a mi alrededor son muchas.

La que se encontró acorralada por el revisor del gas y, sin saber cómo, le salió decirle: «Tu madre no estaría muy contenta si te viera hacerme esto», y le vio pegar un salto de un metro hacia atrás, disculparse, marcharse. La que se encontró con una navaja apuntándole dentro del portal de su casa y, con el chute de adrenalina que nunca había sentido tan fuerte, cogió al imbécil por la camiseta, lo levantó a un palmo del suelo, lo sacó a la calle. La que fue seguida al salir de la discoteca y, cuando le dijeron que no hiciera ningún ruido y subiera al coche, se echó a correr y escapó.

¿Dónde están las películas que enseñan a las mujeres defendiéndose? ¿Ganando, si no la guerra, alguna batalla? ¿Dónde están las que no se quedan paralizadas, las que no gritan indefensas, las que se olvidan por un momento de que pertenecen al sexo débil y que deberían callar y tragar?

No me malinterpretéis, sé muy bien que no todas tenemos la suerte de reaccionar así. Sé que el miedo es un veneno eficaz, sé que el cuerpo te puede traicionar, sé que puedes quedarte sin fuerzas ni para respirar.

Y esa es la imagen que tenemos grabada a fuego. En cualquier teleserie, barata o cara, buena o mala, llega el capítulo en el que un depravado viola a una chica. Es casi infalible: la chica no se puede defender. Él es más fuerte, da más miedo. No hay nadie, está oscuro y da igual si grita o no: no la oye nadie, no hay príncipe azul que la vaya a rescatar. Así que la cosa pasa y ella termina suicidándose, o se vuelve drogadicta, o deja de tener vida sexual. En el mejor de los casos, se vuelve una asesina en serie de violadores. Pocas, poquísimas, lo superan y echan para adelante una vida normal, como pasa mayoritariamente en la realidad. Y así, con imágenes difíciles de olvidar, nos convencen de que nuestro cuerpo no es nuestro, es de cualquiera que nos lo quiera robar. Nos convencen de que somos débiles, de que ellos siempre ganan, de que es mejor no resistirse mucho y así quizá no nos matarán. Y no solo eso: nos ofrecen como alternativa a la violación quedarnos en casa, no salir solas, no beber mucho, irnos con cuidado.

La guerra de los sexos no es una guerra, es una ocupación en la que el ejército ocupante tiene lodos los medios. Hasta el hombre más debilucho tiene tras de sí siglos de opresión patriarcal que le han hecho el trabajo sucio. Han desarmado a las mujeres de la idea de que existe la posibilidad de luchar. Luchar no solo como obligación de mantener un cuerpo inviolado, como si fuera el santuario que hay que ofrecer a un macho más o menos elegido. Luchar por el derecho al espacio propio, cuando podemos, porque a veces podríamos si no nos hubieran convencido de que no. Luchar por servirnos de nuestro cuerpo como nos dé la gana, por ofrecerlo a quien los parezca, si nos parece.

La guerra de los sexos no es una guerra, es una ocupación intermitente del cuerpo que empieza por la ocupación permanente de la mente. Viendo cómo está el mundo, no creo que llegue a vivir el armisticio, así que de momento me dedico a armar a las guerrillas. Así que olvida las películas. Si te lo encuentras en un callejón oscuro y consigues vencer al miedo (legítimo, por supuesto), mírale bien. Está solo, él también. Y quizá no sea tan fuerte ni tan grande. Quizá si le sorprendes, si lo descolocas, podrás escapar. Al fin y al cabo estáis en un callejón oscuro, no hay nadie más. La adrenalina que te corre a borbotones por las venas podría hacerle mucho daño.

Eres fuerte. Eres capaz. Tienes un cuerpo que es tuyo, sírvete de él.

Estarás contenta

Es sabido por todos que ser feminista es un coñazo. No solo por el coñazo enorme que hay que tener para no achantarse ante el patriarcado, sino también en el sentido más tradicional de “pesadez, aburrimiento”.

Ponerse las gafas lilas es como tomarse la pastilla (ahora no recuerdo si era la roja o la azul) de Matrix: por mucho que quieras, ya no puedes dejar de ver. Y es muy duro no dejar de ver todos los días, a todas horas, en todas partes, la larga sombra del machismo contaminándonos la vida. No voy a poner ejemplos porque si estás leyendo esto es que ya te los sabes de memoria.

Alicia en Matrix. Vía Greg Gillemin

Alicia en Matrix. Vía Greg Gillemin

Total, que de ver la opresión a no poder evitar señalarla no hay más que un paso, y para llegar de señalar la opresión a encontrar bufidos, ceños fruncidos, quejas o incluso insultos, casi no hay ni que moverse. Así que nos convertimos en las aguafiestas, en las pesadas, en las obsesas. Las que no podemos ver la tele tranquilas, pasear sin cabrearnos, ir a un festival sin notar que no hay ni un grupo sin hombres, pero sí mil sin mujeres.

No hace mucho me vi, por cosas de trabajo, en una mesa inaugural de un congreso como “autoridad”. Éramos cinco “autoridades”, entre las que había cuatro mujeres y un hombre. Yo estaba ese día contenta porque el congreso era interesante, porque había dormido muy bien y porque era tan temprano que solo había tenido que ignorar un comentario desafortunado del camarero sobre mi blusa. Un día genial y casi libre de machismo.

Al terminar la intervención y sentarme junto a un compañero me guiñó un ojo, me sonrió y me dijo: “Estarás contenta”. Yo no entendía. “Sí, cuatro de las cinco autoridades sois mujeres”. Le sonreí, porque me cae muy bien, pero me había estropeado el día. Dudo que nadie le haya dicho nunca a él “estarás contento” en las incontables ocasiones en las que las autoridades son todas machos, porque eso es normal. Y a mí me gustaría no tener que estar contenta, tampoco. Que lo nuestro sea normal, vaya.

Pero, además, su “estarás contenta” significaba muchas cosas. Ya era hora de que estuvieras contenta. ¿Ves como también sucede a veces que sois mayoría? Te quejas demasiado. Cuando sois todas mujeres no os decís nada.

Mi compañero no dijo nada de eso (y seguramente no está de acuerdo con algunas de las afirmaciones que le atribuyo), pero todo lo contiene la frase “estarás contenta”. Flota en ella porque lo hemos oído tantas veces que ya no hace falta ni que nos lo digan: nos sale de carrerilla.

“Estarás contenta”, como un imperativo. Porque si no lo estamos, somos molestas. Nos pasamos la vida señalando lo que no nos gusta y eso es incómodo. En primer lugar, porque a ver qué nos hemos creído para atrevernos a expresar nuestra opinión cuando es contraria al sentir general, que es como decir el sentir del heteropatriarcado. En segundo lugar, porque tenemos razón y dejamos en evidencia a los que querrían ignorar el machismo para seguir disfrutando el anuncio de ropa interior o su programa favorito, pero ahora que lo señalamos les es un poco más difícil.

“Estarás contenta”, porque una mujer que no sonríe, que no da las gracias por su opresión, que se atreve a disentir, es una mujer ingrata y peligrosa. “Estarás contenta”, porque si estás contenta será más fácil ignorarte. Come y calla, como me decían de niña.

Una mujer que no sonríe, que se atreve a disentir, es una mujer ingrata y peligrosa. Clic para tuitear

A mí me gusta estar contenta. Y me gusta estarlo con o sin motivo. Porque ha salido el sol, porque me va bien el trabajo, porque mi hija vuelve a casa con algo bonito que contarme. Lo que no me gusta es que me digan cuándo y por qué debo estarlo. Sobre todo si ese motivo no les basta a ellos para estar contentos, si ese motivo es su normalidad y mi excepción.

Así que, sí, estaré contenta. Cuando me salga del coñazo, concretamente. Mientras tanto, seguiré quejándome cada vez que me parezca justo.

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