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La Princesa Leia Organa en mis 6 años

A pesar de no haberla visto en ninguna de sus películas, Leia se encarnó en mi infancia por medio del sufrimiento: la historia diaria de peinar y asear a una niña muchas veces es un símbolo de agresión a la menor. Sufría cada mañana por aquellas rosquillas de cabello que no soportaba: desde que me los ataban con ligas, hasta que mi cuello perdía el giro normal y tenía que curvar con el tórax entero. No entendía de libertad al decidir en mi físico, era algo normal someterse a la ira de los mayores sobre mis rizos que deberían ser lisos como un paso al blanqueamiento social.

Pin en disfraces
Bajado del internet.

Pero más allá de eso, la furia con la que se me trataba no era más que el reflejo de la frustración del padre o la madre, de tener una vida de amargura e infelicidad, disfrazada en tiernos cachitos que no envidiaba en nada a los cuernos de Cernunnos. Eso fue el comienzo de una larga historia de violencia por ser mujer; infancia de «No te ensucies», «No en el suelo», «No te riegues», «No hagas nada», era una muñeca feliz que debía pedir permiso a los santos cielos por haber tenido el privilegio de tener un plato de comida, obviamente de menos cantidad de los de mis hermanos. Derecho que se enseñaba a mendigar a los mayores y que hoy se exige como infante: tienen que ser alimentados.

En aquellos tiempos no se pensaba en igualdad, había que cumplir con el manual de casa al levantarse y a la noche rezando lo que la abuela a ratos nos imponía. Pasaron los años y la niña bien peinada parecía haber sido abrazada por Lilith: ya no obedecía, no se peinaba y trataba de cumplir a su manera las reglas que bajo la visión de un infante estaban mal establecidas.

Crecí. Crecí tanto que mi cuerpo comenzó en un estallido de cambios de los cuales me sentía extraña, no por pasar de la infancia a la adolescencia sino porque mientras mi biología pertenecía a la de una mujer, mi apariencia dada por los adultos ahora tenía que ser la de un hombre. Entendí con el tiempo que en casa no puede haber dos mujeres hermosas e inteligentes, eso le pertenecía a mamá. Lealtades contextuales se llaman y cuando eso se rompe, estalla y sucumbe todo el árbol genealógico (que también se poda). Así que la más fuerte ganaba: pelo corto para dejar de llorar las mañanas por las órdenes de peinarse, comodidad para cumplir los tiempos de llegada al cole y más pretextos para invisibilizar a una mujer con un futuro prometedor.

Siendo la segunda de tres hijos, pues el pretexto de economizar caía de lujo en la esfera de exclusión femenina: la ropa del hermano mayor era heredada, sus zapatos de montaña, las camisas… Todo por el bien de la familia y de las imaginadas necesidades que nunca tuvimos.

Lo peor siempre era viajar en vacaciones donde la tía costeña: no era madre pero si una tía fría y muy sufrida que llegando cortaba mi pelo por el calor, o los piojos de la hija de la sirvienta, es decir, los pretextos seguían: yo me había convertido con mis dos hermanos en un hombre que hacía las cosas establecidas en aquellos parámetros de antaño: trepar, ensuciarse, romper, pelear pero el rato de la comida, con camisa y pelo de cadete, volvía a ser la joven que debería servir a los hombres de la casa.

En mí comenzó un viento de confusión interna, pero solo vivía un día a la vez, como hasta ahora debería hacerlo. Mi feminidad se perdió casi por completo, tenía solo amigos hombres, jugaba duro al fútbol y mi pelo jamás volvió a crecer. Nunca más. Era una felicidad verlo por mis hombros y, como maldición gitana, se comenzaba a romper y tenía que cortarlo. No tenía otro sueño en ese momento que tener un cabello de mujer amazona, que cubra mis senos a manera de cascada y que se deje manosear por el viento en las tardes.

La violencia quedó marcada en mí, hasta que en los casi 40 me reconocí como una mujer hermosamente contestataria quien tuvo la suerte de ser madre y mágicamente mi pelo comenzó a crecer y crecer al igual que el amor a la igualdad y al feminismo. Mi hijo me habría cumplido el sueño de tener mis plumas de poder con las que tejería trenzas de fuerza y dulzura, podía pintarlo y cambiarlo las veces que quisiera. Ya no permitiría a nadie que lo toque, era mío, mío y de nadie más.

Pero, como decimos por acá, «la felicidad del pobre dura poco», y caí en un hospital en donde ya no sé cuantas veces me raparon y cuántas lágrimas boté por ver en el suelo a mi tesoro: mis ideas derramadas en la baldosa de un hospital. Era una sansón debilitada, recordé mi infancia de violencia simbólica y ahora espero que la vida sepa darme, además de salud, mi cabello rizo de herencia afro, aunque mi piel diga lo contrario.

«La vida es bella, deberías vivirla con un cabello extremadamente grandioso».

Artemisse

Cuando te arrancan las manos

Abusaron de mí cuando tenía 13 años. Un chico que me sacaba 10 años me hizo creer que me quería, me sedujo, me manipuló y abusó de mí. Yo le quería y creí que lo quería todo en consecuencia. Aquello pasó y yo no creí que hubiera sido un abuso. Seguí mi vida intentando superar la ruptura amorosa y pensando en lo duro del desamor. Tuve más parejas sexuales, me enamoré, me masturbé, conseguí orgasmos… Pero nunca logré que el sexo… ¿cómo decirlo? Nunca fui del todo yo durante las relaciones sexuales, aunque supuse que era lo normal.

Nueve años más tarde, con 22, de pronto caí en la cuenta de que aquello había sido un abuso y de que ese chico era un jodido pederasta (abusó de otra chica aquel verano). Todo se descolocó. Empecé a comportarme como una chica violada de las películas. Me daban arranques de pánico y me ponía a llorar mientras me balanceaba, a veces sin motivo, a veces porque mi pareja (hombre) se tumbaba cerca de mí en la cama. A veces sentía una presión en la vagina que me hacía tener que dormir tapándome con las manos la entrepierna y boca arriba, tenía la necesidad de estar, como mucho, sentada y con las piernas cruzadas. Llegué a faltar a clase varias veces porque no me sentía capaz de levantar el culo de cualquier superficie segura.

Ya hace un año que todo esto empezó y mi pareja lleva apoyándome desde entonces. He ido a terapia y he seguido haciendo mi vida. No mucha gente de mi alrededor conoce esto. Ya hace un año y empiezo a empezar a comenzar a entender. Sí, en un año estoy tan al principio. Y es que llevo un año intentado curarme. Llevo un año intentado mejorar hasta que las cosas sean como antes. ¿Y cómo eran antes? Mi primera “relación sexual” fue con este individuo, así que tampoco he podido desarrollar mi vida sexual al margen y no sé cómo sería si esto no hubiera sucedido. Llevo un año bastante equivocada (aunque eso también está bien, nos ayuda a desequivocarnos).

Todas trazamos nuestra propia vida en los diferentes ámbitos, pero me da la impresión de que las personas que no han sido abusadas o violadas pueden empezar por un camino común para luego, una vez conocen ese camino, buscar alternativas si así lo desean. Sin embargo, a mí (y a tantísimas otras) me han vallado ese camino común y no tengo forma de acceder. Es más, han devastado ese camino común y en su lugar está la Nada. Llevo un año intentando caminar por la Nada, pero evidentemente eso no es posible. Tengo que encontrar otros caminos para llevar una vida sexual sana. Y aquí es donde entra el título de este escrito:

Soy una persona muy visual, y en mi cabeza se ha establecido una conexión entre lo emocional y lo físico, las manos en este caso (quiero aclarar que yo tengo ambas manos y pies, y no trato de decir que mi realidad es más difícil o comparable a otras. No entiendo la realidad de ninguna otra persona, simplemente es un paralelismo que me sirve para entender mi situación). Imaginemos que el camino común del que hablaba antes es el hecho de tener dos manos, y que el objetivo de la vida sexual sana es cortar un diente de ajo. Así, las personas que tienen dos manos aprenden a cortar ajos de una manera similar, pero las personas con una sola mano, evidentemente, tendrán que aprender a hacerlo de otra manera desde el primer momento. Así es cómo yo me siento. Sin embargo, en este ejemplo está claro el objetivo, el instrumento que se tiene que usar y qué partes del cuerpo tiene la persona, pero en mi realidad no. Al no haber desarrollado una vida sexual antes del abuso no tengo ni idea de cuál es el objetivo. No sé si quiero cortar ajo o tengo que picarlo, de si es un ajo o una manzana, o igual es una calabaza. Además tampoco tengo ni idea de qué partes de mi cuerpo sí que conservo y cuáles no, esto cambia cada día. Hay días que los besos están bien, otros que una sola mirada me hace llorar, otros que creo que lo he superado todo y que en realidad me estoy montando una película, otros que siento que me quiero follar al mundo solo para ver si se me pasa ya toda esta mierda… y así.

Me siento como si un día tuviera solo un dedo, al siguiente me hubiera crecido una mano pero a la altura del codo, al otro tal vez lo que no tuviera fueran muñecas… Estoy harta de intentar adivinar cada día que fue lo que me robó el monstruo. Cada día descubro que esto no es un problema, esto es parte de mi vida. Así de jodido. No lo voy a poder superar porque no me van a crecer unas manos estupendas con las que cortar ajos. Tendré que aprender a explorar caminos que rodeen la Nada y tendré que aprender cada día qué está roto hoy y que no. O igual se estabiliza. Yo qué sé. Me han robado una parte de mi ser que se entrelaza con cada segundo de realidad. Paro películas porque aparecen escenas de sexo, me salgo de conciertos porque los gemidos del cantante me parecen demasiado sexuales, no voy a clase porque estoy ocupada agarrándome la vagina para que nada pueda entrar… Y luego, cuando la gente me pregunta qué tal ando resulta que voy y miento. Creo que he dejado de mentir por vergüenza, creo que ahora miento porque gran parte de mi círculo no soportaría el enfrentarse a esta realidad.

Solo escribo para desahogarme porque está siendo muy duro buscar un camino lejos de la Nada, porque sé que en ese camino siempre habrá un precipicio desde el que se vea la maldita Nada y tendré que andarme toda mi vida con cuidado para no caer, porque estoy harta de callar cuando me preguntan, porque quiero gritarlo al mundo, porque no sé a qué se dedica él ni si tiene hijas ni si es entrenador de un equipo infantil, porque todo esto me da maldito asco.

No estás sola. Somos muchas, pero muchas nos escondemos para poder pensar a veces que tenemos dos manos.





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