Espacios no mixtos y señores pesados
Pocas mujeres me han rebatido la necesidad de la existencia de un espacio no mixto, quizás porque son muy pocas las mujeres que no han experimentado el poder comparar estar en un espacio mixto y en uno no mixto tratando aspectos que nos incumben no solo como personas, sino también como mujeres. En cambio, sería imposible recordar cuántos hombres (compañeros de militancia o no) me han dado la lata tratándome de explicar por qué los espacios no mixtos no son necesarios. Ellos, los expertos en eso del mansplaining, lo que sería la necesidad imperante que tienen de contarte lo que creen que no sabes, piensan que nadie necesita de estos espacios.
Pero, ¿por qué les molesta tanto la existencia de los espacios no mixtos? Ellos argumentan, principalmente, que se sienten desplazados, que son feministas y que la lucha contra el patriarcado debe ser conjunta entre hombres y mujeres para que realmente sea eficaz. En realidad, este ejemplar de macho teme una reunión de mujeres, sin tutelas masculinas, le da auténtico pavor pensar que podemos crear un espacio donde él no sea el protagonista, ni sepa de qué hablamos, qué tramamos.

Lo cierto es que estos espacios no mixtos han existido siempre, de manera informal, eso sí, a diferencia de los espacios no mixtos actuales, que son consensuados. Los espacios no mixtos, en el caso de la clase obrera, podían ser cualquier grupo de mujeres trabajando o en un encuentro derivado de otras tareas, ya que, como todas sabemos, antaño, los espacios públicos estaban reservados para los hombres. En realidad, aunque hubieran querido, las mujeres obreras no habrían podido disfrutar de un espacio de reunión buscado y consensuado de manera natural, como sí podemos hacer actualmente, en general, ya que la doble jornada (con la que seguimos cargando, cierto) les ocupaba todo el día.
Por este motivo, mujeres como la militante anarcofeminista y sindicalista Teresa Claramunt impulsaron en su momento la asociación de las mujeres trabajadoras en algún tipo de organización exclusivamente femenina. Ellas entendían que las organizaciones obreras mixtas no respondían a sus necesidades como obreras y, además, mujeres. Después de haber investigado sobre el tema (y basándome también en mi experiencia como mujer de clase trabajadora militante) creo que, además de no responder a sus necesidades de doble origen, tampoco sabían construir alianzas en igualdad de condiciones. Así que, seguramente, estas mujeres de clase trabajadora se encontraban con las mismas historias machirulas con las que nos encontramos nosotras en nuestras asambleas.
En aquel momento, la mayor parte de los hombres de clase trabajadora, afiliados o no a sindicatos, se burlaron y restaron importancia a los movimientos que iniciaron estas valientes mujeres, además de mansplainearlas diciéndoles que esas organizaciones no eran necesarias. Una vez visto esto, podemos llegar a la conclusión de que han pasado más de cien años y, sin embargo, el discurso del anarcomacho o del comumacho es exactamente el mismo.
Y yo a estos hombres, como a los de antes, les digo que si tan feministas son se encarguen de predicar no con el discurso, sino con la praxis; que no traten de meterse en nuestros espacios, sino que practiquen el feminismo en los espacios que ya ocupan. Que se revisen los privilegios, que analicen qué hacen en los espacios mixtos, que entiendan hasta dónde les afecta el patriarcado como hombres. Pero que no vengan a darnos lecciones ni a decirnos por qué no son necesarios los espacios para mujeres, porque estos espacios nos permiten abrirnos, compartir vivencias en igualdad, hablar sin presión ni miedo, mostrarnos tal como somos.
Con esto no quiero decir que los espacios no mixtos sean perfectos y no se den conflictos o que nuestra vivencia en los espacios mixtos sea la que es por culpa de unos supuestos “hombres malvados”; simplemente debemos asumir de una vez por todas que hemos sido socializadxs en una sociedad binaria, patriarcal y capitalista, en la que se nos han asignado roles diferenciados, todxs sabemos los que son, y todo esto marca nuestras relaciones.
Dicho todo esto, ¿cuántas veces más nos tocará argumentar por qué deben existir nuestros espacios no mixtos?